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viernes, 27 de diciembre de 2024 | Última actualización: 15:52

Testigos de la esperanza y la alegría

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Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.

En la Fiesta de las Candelas, el día 2 de Febrero, iremos gozosos con cirios encendidos al encuentro del Señor, la Luz de los pueblos, que es presentado y consagrado a Dios en el Templo de manos de María y de José. Recordando la consagración de Jesús al Padre celebramos este día la ‘Jornada mundial de la vida consagrada’. Junto con toda la Iglesia, este día recordaremos con gratitud a todas las personas consagradas: a los monjes y las monjas de vida contemplativa, a los religiosos y religiosas de vida activa y a todas las personas consagradas que viven en el mundo, y a la vírgenes consagradas: todos ellos se han consagrado a Dios siguiendo las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, para ponerse al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. Configurados así con Cristo son testigos de la esperanza y de la alegría.

Demos gracias al Señor por este gran don suyo a nuestra Iglesia y al mundo. Pidámosle por los consagrados para que sean fieles a su consagración y así nos remitan constantemente a Jesucristo. Roguemos también para que Dios siga suscitando entre nosotros vocaciones a la vida consagrada. Los consagrados -mujeres y hombres- son necesarios para la vida y la misión de nuestra Diócesis y de nuestras comunidades; son una riqueza que no siempre sabemos valorar. En el silencio del monasterio o al lado de pobres y marginados, de ancianos o de jóvenes, en la pastoral de las ciudades o del mundo rural, Dios los llama a vivir fieles a su amor, y a su vocación y carisma para bien de la Iglesia y de la sociedad. No importa tanto lo que hacen, cuanto lo que son: consagrados a Dios para ser testigos vivos suyos y de su amor misericordioso entre nosotros, signos de la esperanza que no defrauda y de la alegría que brota del saberse amados personalmente y siempre por Dios. Hoy necesitamos como nunca estos testigos.

Los consagrados son ‘testigos de la esperanza’. Quizá el descenso de las vocaciones y el envejecimiento de los consagrados, o la secularización, la marginación o la irrelevancia social, podrían llevar al desaliento y a la tristeza. Pero ante estas y otras dificultades se levanta la esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia: Él sigue repitiendo: “No tengas miedo, que yo estoy contigo” (Jer 1, 8). Nuestra esperanza no se basa en los números o en las obras, sino en Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tim 1, 12). Los cristianos y los consagrados estamos llamados a poner nuestra confianza y esperanza siempre en el Señor, que nunca nos abandona.

La presencia de las personas consagradas son signo y semilla de esperanza tanto en ambientes secularizados como de primer anuncio. Para ello es necesario que los consagrados, en sus múltiples formas y carismas, vivan con fidelidad y radicalidad evangélicas su consagración y su unión fraterna, y que estén presentes allá donde tantos están como ovejas sin pastor y no tienen qué comer. Es propio de los consagrados su sed de Dios y la acogida dócil de su Palabra; su mayor anhelo es vivir y testimoniar de palabra y por obra que es necesario amar a Dios en Cristo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Este cimiento sólido les lleva a su entrega constante en la caridad, especialmente hacia los más necesitados. Y todo ello les hace testigos de esa alegría en el Señor que nada ni nadie nos puede arrebatar (cf. Jn 16, 20-23).

“Donde hay religiosos hay alegría”, ha dicho el papa Francisco. La verdadera alegría es independiente de las horas felices o amargas, de la juventud o de la ancianidad, de la salud o la enfermedad, de la pobreza o la riqueza. Su origen está en Dios, "el Dios de mi alegría" (Sal 43, 4), fuente de todo gozo auténtico y duradero. Hoy hacen falta personas consagradas que nos hablen de la alegría, de esa alegría profunda y verdadera, que nace de la oración y de la unión con Cristo. La verdadera alegría radica aquí: ser de Cristo, ser en Cristo y ser para Cristo. Nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (cf. Rom 8, 35-39).

La alegría de los consagrados radica en la propia vocación, el misterio de la llamada y la elección de Dios. La base de su alegría está en el encuentro con el Señor en sentirse amado por Dios y sentir que es Él quien llama. Y la alegría del encuentro con Él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse. Alcanzados por el Amor son convocados a la alegría de la fe, al gozo de la esperanza y a la entrega en la caridad.