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jueves, 19 de diciembre de 2024 | Última actualización: 16:57

El discurso del Rey

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Jorge Fuentes. Embajador de España

Impecable y oportuno, el discurso del Rey ha llegado claro y sin ambigüedades en el momento preciso. Si, como algunas voces reclamaban, lo hubiera pronunciado antes, varias semanas o meses antes, no hubiera podido expresarse con la misma nitidez.

Hasta ahora, Felipe VI había hecho todo tipo de gestos amables hacia Cataluña e incluso hacia sus impresentables líderes. Visitó la región incontables veces y en todas las circunstancias fue recibido con frialdad, con desconfianza cuando no con agresividad.

El Rey aguantó cada desplante confiando -¿ingenuamente?- que todos aquellos sus gestos de buena voluntad, que sus discursos pronunciados en un esforzado catalán, que todos sus piropos a Cataluña, así como, en paralelo, las visitas del Presidente Rajoy, y el traslado casi permanente a Barcelona de la Vicepresidenta y las abundantisimas transferencias financieras a la autonomía, eran gestos que iban a ablandar los afanes independentistas.

Los atentados terroristas, la celebración partidista de la Diada, el pseudo-referéndum del 1-O, la huelga general, las manifestaciones, cambiaron rotundamente el tono y desde ese momento, Felipe VI comprendió que no podía andarse con palabras suaves, con llamadas al diálogo y a las equidistancias. La condena al referéndum ilegal tenía que ser contundente y la descalificación de todos los que deslealmente lo hicieron posible, también.

España ha acogido el discurso del Rey con satisfacción. Eran las palabras justas que el país aguardaba. El mundo entero, en especial el de nuestro entorno occidental aplaudió también al Rey procediendo diversos líderes a respaldar la defensa del Estado de Derecho y de la legalidad operada por nuestras instituciones. Y reiterando la solidez de nuestra democracia, puesta a prueba en diversas ocasiones.

No lo tenía fácil Felipe VI. Su discurso era mucho mas difícil que el que su egregio padre tuvo que transmitir en 1981. En aquella ocasión, Don Juan Carlos I, ataviado con el uniforme de Capitán General, pudo ordenar a los golpistas que depusieran su actitud. Ahora Felipe VI, vestido de paisano y dirigiéndose a la sociedad civil, no estaba en condiciones de hacer otro tanto.

Era previsible que sus palabras iban a ser rebatidas por Puigdemont y sus compinches. Y también por esos cientos de miles de irreductibles sediciosos. Nadie esperaba que la capacidad de convicción del Rey tuviera la fuerza para conmover a esas almas indomables. Con ellos ya no hay posibilidad de diálogo.

Si hemos de interpretar correctamente las palabras del Rey, convendremos que se vuelve imprescindible encontrar otros líderes catalanes que moderen su actitud. Los actuales están perdidos para una causa nacional y unionista. Su camino hacia la autodestrucción no tiene ya marcha atrás.

Es preciso que España y los españoles reaccionemos masivamente expresando nuestra voluntad de mantener el país unido. Se acabó la tibieza de las minorías silenciosas. En las próximas manifestaciones es necesario ver a millones de españoles tomando las calles de Madrid, de Barcelona, de Valencia y de todos los rincones de España.