Casimiro López Llorente. Obispo de la Diocésis Segorbe-Castellón.
El tercer domingo de Adviento nos llama a redescubrir la alegría. Hoy resuenan las palabras del apóstol san Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4). Ante esta invitación, nos podríamos preguntar: ¿Y por qué hay que alegrarse? Pablo mismo nos da la respuesta: porque ‘el Señor está cerca’ (Flp 4, 5). En pocos días celebraremos la Navidad, la fiesta de la venida de Dios, que se ha hecho niño y nuestro hermano para compartir nuestra condición humana. Hemos de alegrarnos por esta venida y cercanía de Dios, por esta presencia suya entre nosotros; deberíamos entender lo que significa que realmente Dios esté cerca de nosotros y en nuestro mundo, y dejarnos llenar de la bondad de Dios y de la alegría que suscita que Cristo esté y camine con nosotros.
Hoy ciertamente se necesita valentía para hablar de alegría. El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro está gravado por incógnitas y temores; no faltan dificultades y penurias personales y sociales, contrariedades y sufrimientos en la vida; muchos padecen soledad, sufren el abandono o quedan descartados; la enfermedad toca con frecuencia a nuestra puerta y la muerte aparece en nuestra familia o en los amigos. Y sin embargo el cristiano está llamado a vivir con alegría.
La alegría de que se aquí se trata no es algo superficial y efímero, como la que tantas veces nos ofrece nuestro mundo; se trata de una alegría profunda y estable, que llena la vida de paz y de sosiego. La alegría cristiana deriva de la certeza de que “el Señor está cerca” (Fil 4, 5). La fuente de la alegría cristiana brota de ese fondo de serenidad que hay en el alma, que, aún en la mayor dificultad, en la enfermedad o en la muerte, se sabe siempre e infinitamente amada, acogida y protegida por Dios en su Hijo, Jesucristo.
Dios es eternamente fiel a su palabra y a su designio de amor por cada ser humano. Nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo (cf. Rom 8, 39). Sólo nuestro pecado, el rechazo del amor de Dios, nos aleja de Él y de los hermanos. Pero aun entonces, Dios no deja de amarnos y sigue cercano con su misericordia, dispuesto a perdonarnos y a volvernos a acoger en su amor. Jamás debemos angustiarnos; siempre podemos exponer al Señor nuestras preocupaciones, en la oración y en la súplica. Y esto es motivo de alegría: saber que siempre es posible orar al Señor, que Él nos escucha y que nunca rechaza nuestras plegarias, aunque no responda siempre como deseamos; pero Dios responde.
La alegría que el Señor nos ofrece con su venida, pide de nosotros un corazón dispuesto. La alegría es plena cuando reconocemos y acogemos su amor y su misericordia. El Adviento nos llama a preparar los caminos al Señor, nos llama a la conversión de corazón y de vida, a vivir la justicia y la solidaridad, a ser coherentes con nuestra fe cristiana, a acoger el Amor de Dios, el único que puede purificar nuestra vida y llenarla de alegría y de paz. Dios se hace hombre como nosotros para donarnos una esperanza que es certeza: si le seguimos, si vivimos con coherencia nuestra vida cristiana, Él nos atraerá hacia Sí, nos conducirá a la comunión con Él; y en nuestro corazón brotará la verdadera alegría y la verdadera paz.
Recordemos la invitación del Papa Francisco “a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (EG 3). Gracias al Hijo de Dios, que nace en Belén, puede resplandecer en nosotros la misericordia y el amor de Dios, que llena nuestro corazón de alegría y de esperanza.