Rafa Cerdá Torres. Abogado.
El pasado 22 de septiembre la Policía encontró el cadáver de una niña de doce años, al borde de una pista forestal, a muy pocos kilómetros de la milenaria ciudad de Santiago de Compostela. Transcurridos siete días desde el terrible hallazgo, los acontecimientos se han sucedido a un ritmo vertiginoso, la pequeña Asunta, una niña de origen china adoptada por un prestigioso matrimonio de profesionales, y cuya muerte parece haber sido provocada por la acción o la omisión de sus propios padres, ha centrado la atención mediática de la práctica totalidad de los principales medios de comunicación. El incesante goteo de datos e informaciones sobre el caso, dibujan un terrible escenario de sufrimiento para una pobre mujercita cuyo único pecado ha sido vivir.
Todavía los hechos no alcanzan la suficiente consistencia para alcanzar el carácter de conclusiones. Las conjeturas, las hipótesis y la opinión emitidas desde cualquier medio de información, deben ser medidas, sopesadas y contrastadas las suficientes veces en aras a no producir un daño irreparable sobre la imagen y el buen nombre de las personas que puedan tener cierta relación con los hechos. Demasiadas veces los creadores de opinión se erigen en una especie de juzgadores sociales, sin otro objetivo que aumentar su eco mediático, teniendo en cuenta que los tiempos y plazos que requiere toda investigación judicial que se precie, discurren de modo bien distinto al ritmo de la noticia. Traigo a colación un eslogan muy manido, pero que en un caso de asesinato infantil, cobra todo su sentido: hay que dejar trabajar a la justicia.
Sin embargo, la circunstancia que más me repugna es el hachazo a toda la vida que se cierra en seco. Un futuro, compuesto de ilusiones, sueños y risas, queda cercenado por culpa de un acto homicida. Una pobre niña, sin más culpa que la de existir, rompió los esquemas de alguien, que ahogado en su propio odio, volcó su locura contra Asunta. Los primeros indicios involucran a los padres, si la sospecha se confirma espero que se pudran en la cárcel el resto de sus vidas, aunque no tendrán que esperar a la muerte para conocer el infierno. Como Asunta, demasiados niños mueren por la acción criminal perpetrada por sus propias familias, por aquellos que tienen la obligación de quererlos y ampararlos. Si el maltrato repugna, el ejercido contra un niño o una niña supone la muerte de una sociedad. La muerte de un niño, de un solo niño implica ahogar el futuro, y anular el presente. El horizonte queda roto.