Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
En la fiesta de las Candelas, el 2 de febrero, la Iglesia católica celebra la consagración de Jesús a Dios-Padre en el templo de Jerusalén de manos de María y de José. Recordando este acontecimiento celebramos también la Jornada mundial de la vida consagrada. Es un día para dar gracias a Dios y orar por todas las personas consagradas: monjas y monjes de vida contemplativa, religiosos y religiosas de vida activa, vírgenes y personas consagradas que viven en el mundo. Todos ellos se han consagrado a Dios para seguir las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, en el carisma propio de su orden o instituto, y entregar su vida a Dios al servicio de la vida y misión de la Iglesia para el bien de la humanidad.
Recogiendo la llamada del papa Francisco a toda la Iglesia a caminar juntos, la Jornada de este año tiene como lema La vida consagrada, caminando juntos. Es una invitación a todos los consagrados a caminar juntos con el resto del Pueblo de Dios en la consagración, la escucha, la comunión y la misión.
Todos los consagrados han de vivir su día a día conscientes de que su consagración es un don de Dios, que comparten con otros hermanos y hermanas. Esto pide poner a Dios en el centro de su vida, a quien se encuentra buscando su rostro día en la oración y en los hermanos. El actual proceso sinodal es un tiempo de gracia para fortalecer su consagración y el encuentro con Dios y los hermanos. A Dios se le encuentra en la escucha orante de su Palabra y escuchando con humildad y misericordia a sus hermanos o hermanas de comunidad, y a los hombres y mujeres de hoy en sus anhelos, gozos y tristezas. Así serán testimonio interpelante para los bautizados y la sociedad, que a veces cierran sus oídos a la voz de Dios y al grito de los más débiles.
Los consagrados están llamados a ser en la Iglesia y en el mundo testigos y artífices del “proyecto de comunión” que Dios tiene para toda la humanidad. Esta comunión es unión con Dios, al que han de amar sobre todas las cosas, y con los hermanos o hermanas de comunidad, siendo signos de fraternidad, con el resto de consagrados, con la Iglesia diocesana y con toda la humanidad, tan necesitada de superar odios y confrontaciones, y de restañar heridas y de curar llagas. Y finalmente, el lema les invita a caminar juntos en la misión de la Iglesia, reforzando su corresponsabilidad y compromiso en la Iglesia diocesana allá donde se encuentren: en el monasterio, en las parroquias, en los hospitales, en los colegios, en las casa de atención a ancianos y necesitados o a pie de calle. Los consagrados -mujeres y hombres- siguen siendo necesarios para la santidad, la vida y la misión de nuestra Iglesia diocesana.