Casimiro López. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.
Dentro de tres semanas clausuraremos el Año de la Fe que Benedicto XVI inauguraba el 11 de octubre del pasado año. Nuestra Iglesia lo ha vivido de manera muy intensa. Ha sido sin duda un Año de Gracia en el que hemos tenido la oportunidad de volver nuestra mirada a Dios, de renovar nuestra fe y nuestra vida cristiana, de experimentar una sincera y autentica conversión a Dios y a Jesucristo, de descubrir que sólo Cristo es capaz de colmar el vacío que produce vivir alejados de Dios. La increencia e indiferencia religiosa, el relativismo, el agnosticismo y el nihilismo han provocado en nuestro tiempo un tremendo vacío existencial. Pero, como dijo Benedicto XVI, “a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir”.
Durante este Año de la Fe hemos podido palpar una vez más en nuestras parroquias y comunidades eclesiales y en nuestros movimientos signos de la sed de Dios y del sentido último de la vida que, aunque a veces sea de una forma velada o implícita, se esconde en el corazón de todo hombre, especialmente de los jóvenes: sed de verdad, sed de belleza, sed de amor, sed de felicidad. La respuesta del Señor no es otra sino una fe total en él y su seguimiento. Antes de nada es necesario abrirse a Dios, a su gracia y a su amor, que nos transforma y renueva, que nos llama a la conversión y a una vida nueva y renovada. Para seguir a Cristo Jesús es necesario creer en Él, fiarse de Él y confiar plenamente en Él. La fe es esa puerta (cf. Hch 14, 27), que nos introduce en la vida eterna, en la felicidad, en la vida de comunión con Dios; a la vez que nos permite la entrada en su Iglesia. Y esta puerta está siempre abierta.
Hemos de dejarnos amar y abrazar por el Señor que sale diariamente a nuestro encuentro en su Palabra y en sus Sacramentos, en cada persona y acontecimiento. En esto consiste precisamente la fe cristiana: en el encuentro personal con Jesucristo, el Hijo de Dios vivo y presente en medio de nosotros, en el seno de la comunidad de los creyentes. Cristo es el centro de nuestra fe, que es, ante todo, la adhesión plena de mente y de corazón a Cristo y a su Evangelio; una adhesión gozosa y total que cambia y orienta la vida, que mueve al seguimiento radical de Cristo, dejando falsas seguridades. Así lo decía el Papa Francisco: “Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio”. De esta forma los cristianos nos convertiremos en la “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16) que, en medio del vacío y del desierto, indicarán el camino hacia la Tierra prometida y mantendrán viva la esperanza. Hoy más que nunca evangelizar en nuestro mundo significa dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino.
Pidamos a nuestra Madre, la Virgen María, que nos enseñe a abrir nuestra mente y nuestro corazón al Señor, que nos quiere enseñar nuevamente el 'arte de vivir', que se surge de una intensa relación con Él, para redescubrir todos los días de nuestra vida la alegría de creer y volver así a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.