Santiago Beltrán. Abogado.
Han pasado casi dos meses desde que la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos -TEDH-, dictara sentencia en el caso denominado Del Río Prada c. España y declarara que el Estado Español había vulnerado el artículo 7 (no hay pena sin ley) y el artículo 5.1 (derecho a la libertad y a la seguridad) del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Según la Corte Internacional, España ha privado de libertad de forma irregular a la terrorista demandante, desde el 3 de julio de 2008, ya que al aplicársele la ‘doctrina Parot’ se le había aplazado la fecha de puesta en libertad definitiva más tiempo del legalmente establecido. Este pronunciamiento obliga a las autoridades españolas a su puesta inmediata en libertad, a pagarle a la terrorista una compensación económica por todo el período de tiempo en el que estuvo privada de libertad ilícitamente y asumir las costas del proceso.
Es decir, que Inés del Río, miembro del comando Madrid, autora de 21 asesinatos y condenada por diferentes delitos a 3828 años de prisión, de los que solo cumplirá 26, según el TEDH ha visto conculcados sus derechos humanos al privársele de libertad ilegítimamente, por la aplicación de un criterio interpretativo injusto en relación a los beneficios penitenciarios a los que tenía derecho por su trabajo en prisión. Consecuentemente la recurrente tiene que ser compensada económicamente por el agravio sufrido y a que se la resarza de las costas del proceso al que se le ha obligado a recurrir.
De esta sentencia se han visto beneficiados inmediatamente, sin solicitarlo, numerosos reclusos en su misma situación, entre los que se encuentran los más sanguinarios terroristas y los más execrables delincuentes comunes de nuestra reciente historia criminal.
El criterio de la Gran Sala del Tribunal pasa por afirmar que aunque había una ley previa que tipificaba los delitos cometidos por la reclusa y una penas previas, ciertas y escritas para dichos actos, el cambio del criterio interpretativo de nuestro Tribunal Supremo en 2006, sobre el mantenido anteriormente, creando la ‘doctrina Parot’, no afectaba únicamente al cumplimiento de la pena sino a su alcance punitivo definitivo, al impedírsele que tuviera efectividad la rebaja de condena de nueve años, por la realización de trabajos penitenciarios. a la que tenía derecho según la legislación aplicable cuando cometió los crímenes. Y que a mayor abundamiento, la criminal no podía ‘esperar’ cuando redimía en prisión –no sus culpas, sino su condena- que los beneficios no le serían aplicables y los perdería, al tener que cumplir el máximo de condena establecido de 30 años.
En ‘roman paladino’ y para que se entienda, el TEDH ha dicho que:
1.º Inés del Río Prada fue condenada a más de tres mil años por la comisión de numerosos crímenes, en aplicación de unas leyes previamente existentes –el Código de 1973- y de unas penas aplicables a los delitos correspondientes.
2.º Que el citado Código Penal no aclaraba adecuadamente si en caso de acumulación de delitos los beneficios penitenciarios se aplicarían sobre las condenas relativas a cada uno de ellos –esto es, a los 3828 años del caso de nuestra ‘maltratada asesina’- o al tiempo máximo de condena -30 años-.
3.º Que el Tribunal Supremo antes de la sentencia que dio lugar a la ‘doctrina Parot’, según la cual debían aplicarse los beneficios sobre cada una de las «penas» pronunciadas en las distintas sentencias de condena separadamente, había resuelto que se aplicaran sobre el tiempo máximo de condena.
4.º Que nuestro Tribunal Supremo al cambiar el criterio, afectaba, no a la ejecución de la pena, en cuyo caso el TEDH no es competente, sino al alcance de la condena, y que ello supone una aplicación retroactiva del derecho, que perjudica gravemente a la condenada, por cuanto, al cometer los delitos no podía ‘esperar’ que si la detenían y la recluían en prisión no se beneficiaría de los trabajos que realizara, sobre todo por que su interpretación del Código Penal franquista era que la redención de penas se le aplicaría sobre la condena máxima y no sobre la totalidad de penas impuestas.
En definitiva, como la recurrente ‘esperaba’, cuando apuntaba con la punta de la pistola a sus víctimas o ponía las bombas de forma indiscriminada para causar el mayor mal posible, que solo permanecería en prisión unos veinte años –la condena de un solo asesinato-, todos las muertes que cometiera a partir de la unidad le resultarían esencialmente gratis, como así ha sucedido.
Ya sabemos, pues, que los derechos de los victimarios están plenamente reconocidos por las leyes internas y las internacionales; que si es necesario declararse competentes para tramitar sus solicitudes siempre hay algún Juez o Tribunal dispuesto a escuchar, comprender y remediar su mal; que las autoridades –gubernativas y judiciales- extenderán la reclamación de uno de ellos a todo el colectivo de forma urgente, incluso precipitada –aunque lo aprovechen otros que no lo merecen tanto, al no formar parte del lobby-; y, si es necesario, se permitirá que lo celebren por todo lo alto con fiestas, cohetes y repicar de campanas, como expresión máxima del triunfo de la legalidad, los derechos humanos y la democracia.
Al fin y al cabo, las víctimas asesinadas muertas están y nada pueden reclamar, ya que desde la tumba no hay derechos humanos que reivindicar, solo polvo, olvido y gusanos. A los familiares solo les mueve el odio y la venganza, lo cual no es un derecho que esté recogido o amparado en ninguna Convención ni Tratado internacional –y si lo está, ni caso-. A la sociedad, en general, todo este galimatías se la trae al pairo, porque ni son los muertos, ni tienen familiares, ni hacen las leyes, ni imparten justicia, y de las sentencias solo entienden lo que los periodistas informan, ya que los jueces lo dicen todo de una forma tan confusa que casi nadie les entiende e incluso entre ellos andan continuamente discrepando.