En Adviento y Navidad, la Palabra de Dios nos llama insistentemente a la alegria. El tercer domingo de Adviento escuchamos la exhortación de san Pablo a los cristianos de Filipo: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito alegraos”. El mismo Apóstol les da la razón para ello: alegraos, les dice, porque ‘el Señor está cerca’ (Flp 4, 4-5). También la presencia de Jesús y su nacimiento en Belén son fuente, anuncio y motivo de alegria. Juan Bautista saltó de gozo en el seno de santa Isabel al sentir la presencia del Verbo Encarnado (cf. Lc 1, 45). A los pastores se les anuncia “una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 2, 11). Los Magos, al volver a ver la estrella que les conducía al Rey de los Judíos, “se llenaron de inmensa alegría” (Mt 2, 10).
En todos estos casos, la fuente y el motivo para la alegría son que Dios mismo viene a nuestro mundo en nuestra carne para comunicarse con nosotros. El Hijo de Dios se hace hombre, asume nuestra naturaleza humana y entra en la historia humana para sanarnos y salvarnos, para darnos su amor y su vida. En Jesús, “Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunión consigo y recibirlos en su compañía” (Concilio Vat. II, DV 2).
La alegría cristiana nace de la fe en Cristo y del encuentro personal con él; un encuentro que sana y purifica, que perdona y salva, que nos hace hijos de Dios, en su Hijo Jesús, que nos da la vida eterna y feliz. El encuentro con Cristo llena el corazón y la vida entera. Como nos dice el papa Francisco, “quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).
La alegría cristiana no es pues algo superficial y efímero. Se trata de una alegría profunda, que llena la vida de luz, de paz, de horizonte y de esperanza. Es la alegría de quien en lo más íntimo de su corazón, aún en la mayor dificultad, en la enfermedad y en la muerte, se sabe siempre, personal e infinitamente amado y acogido. La alegría cristiana brota de la certidumbre de que Dios nos ama y está siempre a nuestro lado como el amigo fiel, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. Y esta alegría permanece en cualquier prueba. Porque en todo momento la persona confía en Dios.
Podemos y debemos alegrarnos por la venida de Dios en Belén, por su presencia entre nosotros. Está en nosotros acogerle y dejarnos llenar de su amor. Dios es eternamente fiel a su palabra y a su designio de amor por cada ser humano.