Este domingo, 16 de marzo, celebramos el Día del seminario. El lema de este año es “sembradores de esperanza”, en conexión con el del año jubilar “peregrinos de esperanza”. Los sacerdotes estamos llamados a ser sembradores de esperanza en un mundo en el que reina la incertidumbre ante el futuro, el vacío existencial de muchos y la desesperanza en no pocos. Como san Pablo hemos sido llamados a ser apóstoles “de Cristo Jesús por mandato de Dios, Salvador nuestro, y de Cristo Jesús, esperanza nuestra” (1 Tim 1,1). Participando del ministerio apostólico por la ordenación sacerdotal, hemos de anunciar a Cristo, nuestra esperanza, y hacerle presente celebrando los sacramentos, fuente de gracia y salvación, y estamos llamados a servir, cuidar y acompañar a las personas y a las comunidades para llevarlas al encuentro salvador con Cristo, la esperanza que no defrauda.
El servicio esencial del sacerdote es continuar la obra de Jesucristo en el mundo con palabras cercanas y gestos concretos: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20, 21). Estas palabras, además de conceder el poder para actuar como enviados por Cristo y su nombre, indican el motivo y el contenido del envío, que es el mismo por el que el Padre envió a su Hijo al mundo. Como Jesús dice a Nicodemo: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él…, porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16-17). Jesús vino a revelar a los hombres el amor misericordioso del Padre. Jesús pasó haciendo el bien: curó a los heridos en el camino de la vida, sanó a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos y perdonó los pecados para abrirnos el camino a la vida misma de Dios, la vida eterna.
Los sacerdotes somos continuadores de la obra de Cristo y, sobre todo, de su persona. La tarea de sus ministros es representarle, es decir, hacerle presente, dar forma visible a su presencia invisible. Todo sacerdote ha de ser alguien que lleva a las personas al encuentro personal con Cristo, nuestra única esperanza, ofreciendo signos concretos de esperanza a los jóvenes ante un futuro incierto, a los matrimonios y las familias en sus dificultades, a los enfermos en su dolor y sufrimiento, a los ancianos que a menudo experimentan soledad o a los pobres que carecen de lo necesario para vivir.
Toda la comunidad diocesana somos corresponsables de que aquellos que son llamados por el Señor al sacerdocio se preparen debidamente para el ministerio sacerdotal. Todos los diocesanos deberíamos sentir nuestros seminarios como algo muy nuestro, amarlos y apoyarlos humana, espiritual y económicamente.