Ángel Baez. Periodista.
En ocasiones, el lenguaje para el político es como la magia para el mago, el vehículo con el que ilusionar a un público entregado a la creencia y ajeno a las certezas.
Es un espectáculo que no comienza con el juego de palabras, esas que hacen desviar la atención de lo que se esconde bajo la manga; el número circense arranca mucho antes, entre bambalinas, desde el momento en el que se coloca el conejo en la chistera o se pliegan las palomas en las entretelas.
El buen prestidigitador sabe que el lenguaje es el mejor vehículo para confundir al público. En política, más o menos; de ahí que determinados mensajes de nuestros dirigentes vengan provistos de rizos, rifas y dobleces lingüísticas que nos preparan para el número final.
Pues bien, en esto de la prestidigitación política hay asuntos que por su complejidad se suele recurrir a un constante juego de palabras, malabarismos lingüísticos que disfrazan la verdad y, de paso, contente al respetable. ¿Ejemplos? Lo tenemos en el asunto de la ya cansina consulta soberanista en Cataluña; eso sí, un tema que ha ampliado nuestro léxico político y judicial más allá de lo que nunca hubiéramos imaginado. Lo tenemos en la posibilidad o no de pactos tras las elecciones; asunto en el que los ‘digo' y los ‘Diegos' campan hoy a sus anchas. Y no hablemos de economía, que de la ‘desaceleración acelerada’ de antiguas crisis hemos pasado a una ‘recuperación low cost’ para mayor gloria de los acróbatas, domadores y tragafuegos del lenguaje político.
Y el espectáculo sigue. Seguimos acuñando palabras altisonantes. Será porque de la casta le viene al galgo, porque nos va eso de rescatar decimonónicas y fracasadas luchas de clases o porque nos gusta quedarnos con la ilusión de realidades que parecen, pero que no son.