Casimiro López Llorente. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.
Queridos diocesanos:
Un año más celebramos el Día de la Iglesia diocesana; este vez será el próximo domingo, día 11 de noviembre. Esta Jornada nos invita a los católicos a descubrir o redescubrir a nuestra Iglesia diocesana, a conocerla más y mejor para sentirnos sus hijos y amarla de verdad.
Nuestra Iglesia diocesana o diócesis de Segorbe-Castellón no es un territorio ni una estructura administrativa. Nuestra diócesis es una porción del Pueblo de Dios, la Iglesia universal, extendida por todo el mundo. En nuestra Iglesia se realiza, se hace presente y actúa la Iglesia de Jesús. La formamos todos los fieles católicos que vivimos en las 146 comunidades parroquiales que la integran, distribuidas a lo largo y ancho de dos tercios de la parte sur de la provincia de Castellón. La guía y 'pastorea' el Obispo, en nombre de Jesús, el Buen Pastor, con la cooperación de los sacerdotes. Todos juntos formamos esa gran familia de las hijas e hijos de Dios, que peregrina en Segorbe-Castellón. A todos corresponde participar responsablemente en su vida y misión.
La Iglesia diocesana no es, pues, algo ajeno a cada uno de los católicos que la formamos: es nuestra Iglesia, nuestra familia y nuestra madre en la fe. Cierto que sentimos más cercana a nuestra parroquia, pero ésta no es nada sin la Iglesia diocesana, como ésta, a su vez, no es nada sin la Iglesia universal. Cada comunidad parroquial es un miembro del gran cuerpo de la Iglesia diocesana, a la que ha estar vitalmente unida en su vida y en su misión, si no quiere enfermar, languidecer y morir como comunidad eclesial.
Con frecuencia los católicos acudimos a la Iglesia sólo cuando la necesitamos; una vez satisfecha la necesidad la olvidamos y vivimos al margen de ella, de su vida, de su misión y de sus necesidades materiales, pastorales o espirituales. No tenemos mucha conciencia de que formamos una comunidad, la comunidad parroquial y diocesana. A veces no somos agradecidos por tantos bienes recibidos de nuestra Iglesia, como son, entre otros: la fe en Jesucristo, el Bautismo, la Palabra, la Eucaristía y los demás sacramentos, la educación en la fe y de la conciencia moral, el perdón de los pecados, la capacidad de amar y de perdonar a los demás, la continua renovación de nuestras personas, la ayuda material y espiritual en la necesidad, la llamada al compromiso en la sociedad y la esperanza en la vida eterna.
Nuestra Iglesia diocesana es un don precioso del amor de Dios: es el lugar de la presencia de su amor y de la obra de Salvación de Cristo entre nosotros. Hemos de saber amarla de corazón como a nuestra misma madre, a pesar de sus defectos y arrugas. Nuestra Iglesia es santa, porque tiene de Jesús todos los medios necesarios para nuestra santificación; pero, a la vez, la formamos hombres y mujeres, débiles y pecadores, que, con nuestros errores y pecados, la afeamos, la debilitamos y damos a muchos motivo de escándalo y alejamiento. Si amamos de verdad a nuestra Iglesia, todos hemos de dejar purificarnos por Dios y convertirnos a Él, para que nuestra Iglesia sea santa también en sus miembros, para que resplandezca la belleza de nuestra madre, la Iglesia.
Nos urge recuperar el amor a nuestra Iglesia, valorar y agradecer los bienes recibidos de ella. Es preciso sentirnos hijos de nuestra Iglesia; sentir que la necesitamos y queremos vivir en y con ella, comprometidos con su santidad, vida y misión para que pueda seguir acompañando y ayudando a todos. Nuestro amor nos ha de llevar al compromiso de una vida santa y comprometida en nuestra Iglesia: en la vivencia de la fe y vida cristianas, en la cooperación en su vida y tareas, en la salida a la misión y también en el compromiso económico para su financiación, para que pueda llevar a cabo su misión.
Para que quienes acuden a la Iglesia buscando ayuda puedan encontrar en ella una respuesta adecuada, ha de disponer de los medios necesarios, personales y económicos. La colaboración de los católicos y de los que valoran su labor es indispensable. Nuestra la colaboración es el termómetro de nuestro amor a la Iglesia y de nuestro compromiso eclesial. Participemos en la vida y misión de nuestra Iglesia; colaboremos económicamente en su sostenimiento. Todos somos necesarios.
Con mi afecto y bendición.