Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.
Decía el cardenal Tarancón que los obispos españoles sufrían tortícolis de tanto mirar a Roma. La frase podría haber sonado a resabio de jubilado, si no fuera porque hablaba desde la autoridad moral de haberse enfrentado a Roma y no haberse plegado a las directrices que, desde la secretaría de Estado, le marcaba el cardenal Casaroli instándole a apoyar como presidente de los obispos al partido demócrata cristiano de Ruiz-Giménez, tal como se había hecho en Italia con el partido de Luigi Sturzo. Desde la realidad española, muy distinta a la italiana y desde el pluralismo político de los católicos, consagrado por el Vaticano II, Tarancón se negó en redondo, lo que le valió un “serio tirón de orejas”. Con esta expresión calificó el cardenal, cuando me relató el incidente, la reprimenda que recibió de Casaroli, si bien el cardenal secretario, a toro pasado, le pidió disculpas cuando se vio el papel de reconciliación que la Iglesia española había ejercido durante la Transición. Incluso le agradeció aquel acto de desobediencia.
Gracias a ese tortícolis crónico episcopal, pronto Burriana podrá abrir el Museo del Cardenal Tarancón, cuyas obras terminaron hace catorce años, con la aportación del Ayuntamiento de Burriana y de la Diputación Provincial. Mientras soplaron de Roma y de Madrid vientos no favorables a nuestro cardenal, que pasó de ser el gran obispo de la Transición al nefasto cardenal que se había cargado nada menos que a la iglesia española, todo han sido inconvenientes y rémoras para retrasar sine die la apertura del museo, cuando la obra había sido ya entregada por parte de las autoridades locales a la iglesia hace años.
Con el museo Tarancón ha ocurrido como con el centenario de su nacimiento. Aunque Rouco Varela hizo el paripé de asistir a su apertura –hubiera sido toda una grosería no hacerlo-, bien se encargó de boicotear cualquier referencia al mismo en todos los medios controlados por la Conferencia Episcopal. No era nuestro cardenal de grato recuerdo para la cúpula episcopal. Así silenció la iglesia española aquel acontecimiento, al que la iglesia diocesana se vio arrastrada como convidada de piedra y con cuya anuencia pasiva celebró el municipio de Burriana, pero no la diócesis de Segorbe-Castellón. El cardenal, que era todo un hombre de Iglesia, aunque muy poco clerical, hubiera vivido como un halago estos olvidos sabiendo su origen y procedencia.
Ahora que sopla de Roma una nueva brisa con el retorno de la catolicidad, tras largos años de sectarismos y de condenas, se dan prisa en levantar el ostracismo decretado contra el recuerdo agradecido de un pastor, que sufrió ya en vida el acoso y la inquina de los intransigentes por el simple hecho de haber propiciado la paz entre españoles y su negativa a inmiscuir a la Iglesia en nuevas guerras fratricidas. Unos lo quisieron llevar al paredón. Fueron, en cambio, los de su misma iglesia quienes intentaron enterrar su recuerdo bajo la losa del pasillo central de la sacramental de San Isidro.
Si es verdad que en breve se abrirá el museo, me permito sugerir al alcalde de Burriana el traslado de la estatua del cardenal de su emplazamiento actual, escondido entre palmeras, a la plazoleta del ábside gótico del Salvador. Si Salamanca tiene asociada la imagen de Fray Luis de León a la fachada plateresca de su Universidad, Burriana debe asociar a su cardenal con esa joya del gótico valenciano frente al museo Tarancón.