Santiago Beltrán. Abogado.
Hace unos cuantos años se hizo popular por estos lares un eslogan que quería justificar que lo que ocurría aquí no pasaba en ninguna parte, y con ello pretendía tranquilizar las conciencias patrias respecto de un complejo de inferioridad que no solo nos caracterizaba sino que formaba parte de nuestros genes. El ‘España es diferente’ aspiraba transformar en positivos determinados acontecimientos negativos que no eran entendibles allende nuestras fronteras. De este modo, teníamos la excusa suficiente para levantar la voz y hacernos escuchar fuera del país, y si no se nos comprendía ya no era problema nuestro sino de ellos, ya que a partir del eslogan íbamos a ser como nos diera la gana, gustara o no. Convertimos en virtud una serie de defectos propios, que hasta entonces nos habían hundido en la miseria.
El aperturismo político, la mejoría económica, la globalización, los ingenios extraordinarios de nuestra era, con internet a la cabeza, y la salida de nuestros estudiantes y trabajadores al exterior, han ido cambiando nuestra mentalidad y la forma de vernos desde el extranjero. Ahora España ha dejado de ser un país retrasado y podemos compararnos con cualquier otra nación avanzada del mundo. El eslogan ha caído en desuso y es difícil encontrar algún español que se sienta orgulloso de esgrimirlo.
Quizás por ello se hace más incomprensible que sigan ocurriendo determinados hechos en nuestra sociedad que nos anclan en el pasado y no nos dejan avanzar adecuadamente. Y sobre todo que estos sucesos se vean con normalidad, cuando en realidad se caracterizan fundamentalmente por su atavismo.
Los nacionalismos independentistas tan en boga actualmente, en un mundo que acelera hacia la globalización, es el ejemplo más significativo, de una forma de ser, pensar y creer, arcaica, que tiende a separar y a romper, en lugar de unir potenciando las diferencias y las singularidades propias.
Cuando la expresión de estos separatismos se manifiesta en actos de violencia y terrorismo, para la consecución de unos objetivos políticos, lo atávico se convierte en prehistórico, y nos traslada a tiempos donde el lenguaje verbal y el razonamiento racional eran una quimera.
Cuando cien mil personas se manifiestan públicamente exigiendo respeto a los derechos humanos de los asesinos encerrados, que fueron instrumentos voluntarios del terror, y la organización corre a cargo de partidos que supuestamente son democráticos o han sido legalizados por la justicia, a pesar de ser parte esencial del tronco común del terrorismo, la sinrazón se convierte en locura.
Si además, los mecanismos legales que deberían evitar estos acontecimientos los propician o cuanto menos los permiten, sencillamente es que España ha vuelto a ser diferente.