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domingo, 24 de noviembre de 2024 | Última actualización: 23:03

Contra corrupción, justicia

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Juan José Pérez Macián. Concejal delegado del Área de Gobierno de Hacienda, Modernización y Administración Municipal del Ayuntamiento de Castellón.

Desde antiguo rige un principio fundamental y básico en Derecho según el cual “justicia es dar a cada uno lo suyo”. El principio no tiene más que esas ocho palabras. Ni una menos, pero tampoco ni una más. No establece en cuánto tiempo la justicia ha de dar a cada uno lo suyo. Señalarlo sería absurdo. El sentido común lo hace innecesario. No lo dice porque, evidentemente, es obvio que cada minuto que la Justicia tarde en observar tan fundamental principio, la Justicia estará dejando de cumplir su imprescindible cometido. Y no será justicia, sino injusticia lo que provoque. Cada minuto que pase sin que la Justicia dé a cada uno lo suyo, el que disponga de lo que no es suyo estará en injusta ventaja frente a quien se ve privado de lo suyo, y este último en injusta desventaja. Cuánto más tiempo pase sin que la Justicia dé a cada uno lo suyo, más injusticia existirá en la sociedad. Cuanto más demore el momento de dar a cada cual lo que le corresponde, más excitará el humano ansia de revancha en quien se vé privado de lo suyo, más despertará en el perjudicado la Ley del Tallión, el “ojo por ojo, diente por diente”. Acudir a la Justicia para obtener la protección de los derechos quedando vetada, prohibida, toda posibilidad de recuperarlos mediante el uso de la violencia individual, solo se justifica mediante el compromiso firme que el Estado asume ante sus ciudadanos de que será él, solo él, quien administrará ese poder y dará a cada uno lo suyo...¡sin demora!.

La sociedad actual está inmersa en una revolución impresionante de la información. Las tecnologías de la información y de la comunicación, los medios de comunicación, el periodismo agresivo, competitivo, veloz, están produciendo constantemente un caudal inagotable de datos, noticias, opiniones, análisis unas veces ciertos, otras no, contrastados a veces, otras no, reflexivos unos, temerarios otros. Todo ello para consumo inmediato y en tiempo real de la sociedad, que asiste atónita a la cascada impresionante de información que se cierne sobre ella sobre acontecimientos recién sucedidos o que se están desarrollando incluso en el instante mismo de la noticia. Y así, en tiempo real, en caliente, la sociedad se crea opinión.

En una democracia es fundamental que la sociedad tenga opinión, se forme opinión. Es no solo deseable, sino necesario, que la sociedad disponga de los medios necesarios que le permitan, libremente, formarse opinión. Una sociedad formada, inteligente, que sabe discernir lo bueno de lo malo, lo adecuado de lo que no lo es, lo imprescindible de lo superfluo, lo justo de lo injusto y lo corrupto de lo honrado, elegirá con mayor acierto a sus gobernantes cada vez que sean democráticamente consultados en las urnas. Esa sociedad tiene que estar en condiciones de poder acertar al elegir a los mejores de entre todos cuantos forman parte de los partidos que concurren a unas elecciones. Sin partidos no hay democracia, sin políticos no puede haberla. Y ni los partidos políticos ni los políticos mismos pueden acabar siendo uno de los principales problemas en una democracia.

Los medios de comunicación y la Justicia juegan o deben jugar un importante y crucial papel para que nuestra sociedad disponga de los elementos de juicio ciertos, adecuados y justos para ejercer el sagrado derecho de elección o voto. Son imprescindibles en la formación de opinión de la sociedad. Unos porque han de informar de cuanto sucede e interesa a la sociedad. La otra porque ha de dar a cada uno lo suyo y por tanto reconocer ante la sociedad al bueno, al honrado, al decente, y señalar y alejar de la sociedad al malo, al corrupto, al indecente.

Pues bien, una sociedad democrática como la nuestra no puede permitirse una situación como la que actualmente está viviendo. Mientras los medios de comunicación, dosificando a su antojo e interés la información de que dicen disponer, investigan, instruyen, obtienen testimonios, peritan documentos, valoran o cuestionan datos, alcanzan conclusiones, someten la sentencia al juicio de sus seguidores y absuelven o condenan en apenas unas horas a quienes se ven incursos en supuestos hechos que pudieran, o no, ser delictivos, sobre esos mismos hechos o sucesos la Justicia es incapaz de administrar su superior tarea de dar con celeridad a cada uno lo que es suyo, condenando al corrupto si lo es, pero liberando de sospecha al injustamente acusado. Así, al daño que se produce a quien se ve privado de lo suyo se le puede añadir el dolor y el daño irreparable del juicio paralelo al que no tiene por qué verse sometido dado que ese juicio paralelo no reúne las garantías que la Justicia debe proveerle.

Este es el verdadero y mayor drama de nuestra democracia. Una Justicia que no funciona, lenta, lentísima, vieja, con procedimientos obsoletos, cobardemente garantista, administrada con poco compromiso social, incapaz de entender que de ella depende en gran medida la salud democrática de la sociedad a la que debe servir, e incluso la continuidad de la propia democracia, es una Justicia inútil para el servicio al que es llamada.

Aunque las jurisdicciones especiales solo se justifican en casos o situaciones muy excepcionales, dada la relevancia e importancia que tiene para la salud de nuestra democracia y también considerando la alarma social, crispación y gravedad para la estabilidad democrática que crean los casos de corrupción política, quizá fuera apropiado plantearse una jurisdicción especial para esta materia, de manera que jueces e instancias especializados y dedicados solo a esos casos pudieran instruir y resolver con rapidez y sin interferencias las causas. La sociedad conocería con rapidez, diluyéndose las lamentables consecuencias mediáticas de los juicios paralelos, la decisión de la Justicia que es a la única que le corresponde condenar o absolver al político incurso en una causa de corrupción.