Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.
La Conferencia Episcopal acaba de poner fecha para la beatificación de centenares de mártires de la Guerra Civil española. Será el 13 de octubre en Tarragona, en atención a que su obispo Fructuoso y sus diáconos fueron los primeros mártires cristianos de la Hispania romana. Esta es la justificación oficial. Puede haber otras más subliminales.
A partir de la Alta Edad Media y hasta bien entrado el siglo XVIII era usual el tráfico de reliquias de mártires y santos, cuya demanda fue en ascenso hasta que, con la Reforma Protestante y el Jansenismo, la Iglesia Católica tuvo que poner coto a una práctica que, más que a devoción, obedecía a superstición y simonía. En cambio, el uso de los mártires como arma arrojadiza y elemento de discordia se sigue practicando hoy en la iglesia española por parte del neo-nacionalcatolismo impuesto por Rouco Varela, actual presidente de los obispos.
Después del Vaticano II, con Pablo VI en Roma y Tarancón en Madrid, se optó por suspender todos los procesos de beatificación de las víctimas de la salvaje persecución religiosa del 36, ya que todavía no habían transcurrido los cincuenta años que exigía el antiguo código de derecho canónico y, además, con el fin de favorecer pro bono pacis la transición política, era un gesto de reconciliación por parte de la Iglesia aplazar tales beatificaciones. Con aquella medida el cardenal Tarancón se granjeó todas las iras de la vieja guardia franquista de Blas Piñar y de los ultraconservadores católicos capitaneados por el obispo de Cuenca monseñor Guerra Campos, amparado y alentado desde la sombra por el cardenal de Toledo González Martín.
Con el nuevo código de derecho canónico, con el nuevo papa Juan Pablo II y con Tarancón jubilado en su retiro de Villarreal, se dio pistoletazo de salida a todos procesos paralizados en las distintas curias diocesanas. Gobernaba entonces el PSOE de Felipe González que supo capear con elegancia la elevación a los altares de muchas víctimas de la persecución religiosa. Todavía estábamos bajo el espíritu de la Transición y bajo el talante de la tolerancia.
Hasta que vino Zapatero. Bien por el trauma familiar de su abuelo, bien envalentonado por las muestras de exaltación de los llamados mártires de la Cruzada, le dio la vena de reivindicar a todas las víctimas del franquismo, muchas de las cuales todavía yacen en cunetas y lugares incógnitos. La reacción es justa y razonable, y más después de ver el desparpajo con que los curas homenajean y santifican a los suyos. No iba a ser menos la izquierda y puso en marcha la Ley de Memoria Histórica. Con ella se iniciaron otro tipo de procesos judiciales con el fin de reparar daños y sancionar culpables. Se armó la marimorena. En su día critiqué el sectarismo con que Zapatero afrontó esta cuestión, que lejos de profundizar en la reconciliación de la Transición, suponía desenterrar el hacha de guerra usando para ello a los muertos y a las víctimas de Franco.
Hoy cabe acusar de ese mismo sectarismo a la Conferencia Episcopal Española por usar hipócritamente a sus muertos como instrumento de discordia, que no de reconciliación. No cabe aducir que los mártires murieron por su fe, cuando los mismos obispos han excluido de las beatificaciones a los curas que en Euskadi y en Mallorca murieron asesinados por el franquismo. Según ellos, estos murieron por sus ideas políticas y sólo los que fueron víctimas del Frente Popular murieron por sus convicciones religiosas. Con ello dan a entender la absoluta confusión entre ideología franquista y fe cristiana, olvidando el gran principio del Vaticano II que consagró el pluralismo político de los cristianos, y del que la nueva jerarquía no admite ni mención. Es mezquino que se use la memoria de los muertos con fines electorales o ideológicos que, lejos de unir y restañar viejos rencores, los vuelven a poner en carne viva. Se usa la paz de los muertos para alentar la guerra entre vivos. No es esa la paz de Dios. Con obispos fundamentalistas como Rouco Varela y con políticos sectarios como Zapatero el drama de las dos Españas sigue en pie y redivivo.