Casimiro López. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.
Nuestra Iglesia diocesana se siente llamada por el Señor a trabajar para que nuestras parroquias sean comunidades evangelizadas y evangelizadoras. Este objetivo diocesano, fruto de la oración y de la reflexión conjunta, de construir comunidades de discípulos misioneros del Señor y de su Evangelio vale para todos y todos estamos llamados a cooperar en la vida y su misión de nuestras parroquias. En esta tarea no estamos solos, ni todo depende sólo ni principalmente de nosotros. El Señor Jesús va por delante, y edifica y hace más fecunda siempre a su Iglesia a través de los dones del Espíritu Santo con que continuamente nos regala. Hay pluralidad y diversidad de dones: la gracia y la Palabra de Dios, el don de la fe, los sacramentos, el amor, los ministerios, entre muchos otros más. Entre estos dones de Dios están los carismas, que resultan particularmente preciosos para la edificación y el camino de la comunidad cristiana.
Los carismas presentan variedad de formas. Un carisma es más que un talento o una cualidad personal. Es una gracia, un don que Dios da por medio del Espíritu Santo. No porque alguien sea mejor que los demás, sino para que lo ponga al servicio de los demás con la misma gratuidad y amor con que lo ha recibido. Como dice San Pablo: "A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para utilidad común" (1 Cor 12, 7).
Los carismas se conceden siempre a una persona concreta; pero, a la vez, pueden ser participados por otros y así se continúan en el tiempo como una herencia que genera una particular afinidad entre las personas, dando lugar a asociaciones y movimientos eclesiales. Como dones que son de Dios, los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe como por el resto de la comunidad eclesial. Una cosa importante es el hecho que uno no puede entender solo si tiene un carisma y cuál, y si es verdaderamente un carisma. Es en el seno de la comunidad donde se aprende a discernirlos y a reconocerlos como un signo del amor del Dios Padre por todos sus hijos. Como nos dijo San Juan Pablo II, "ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores. El Concilio (Vaticano II) dice claramente: 'El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden la Iglesia… con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad al bien común" (Chrsitifideles laici, 24).
Cada uno de nosotros, por lo tanto, es justo que se pregunte en relación con el propósito actual de nuestra Iglesia diocesana si ha recibido algún carisma para el bien de su comunidad parroquial, para que esta sea más viva y evangelizadora, y si, debidamente reconocido por los Pastores, lo vive con generosidad, poniéndolo al servicio de todos y de su comunidad parroquial o si, más bien, lo descuida y termina por olvidarlo.
La pluralidad de diferentes dones del Espíritu con que el Padre colma a su Iglesia, no debe ser visto como motivo de confusión: son todos regalos que Dios hace a la comunidad cristiana, para que pueda crecer armoniosa, en la fe y en su amor, como un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, bajo la guía de los Pastores. El mismo Espíritu que da esta diferencia de carismas hace la unidad de la Iglesia. No habrá verdadero carisma o no se vivirá correctamente si se convierte en motivo de envidia, de orgullo o de división. En la comunidad cristiana necesitamos los unos de los otros. Todo don recibido se actúa plenamente cuando es compartido con los hermanos, por el bien de todos.