Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.
En Navidad, Dios, que es amor y comunión de amor, se hace hombre para hacer partícipes al hombre y a la mujer de su misma vida y amor. Y lo hace en el seno de una familia humana, la de Nazaret. Por ello, en el tiempo navideño celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, este año el día 30 de diciembre. En el silencio del hogar de Nazaret, Jesucristo nos ha enseñado, sin palabras, la dignidad y el valor primordial del matrimonio y la familia. Con su vida y sus palabras, Jesús ha devuelto su verdadero sentido el amor, el matrimonio y la familia. Fiel al Evangelio de Jesús, la Iglesia proclama que la familia se funda, según el plan de Dios, en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, quienes, en su mutua y total entrega en el amor, han de estar responsablemente y siempre abiertos a la vida y a la tarea de educar a sus hijos.
Este año el papa Francisco nos ha ofrecido la exhortación apostólica Amoris laetitia, donde nos invita a todos los cristianos a cuidar el matrimonio y la familia. Y nos impulsa a proponer de un modo renovado e ilusionante la vocación al matrimonio y a mostrar la belleza, la verdad y el bien de la realidad matrimonial y familiar como un don de Dios, como una respuesta a una vocación excelente.
El matrimonio y la familia están afectados hoy por un contexto cultural, como dice el Papa, de lo provisorio y del descarte. Las familias tienen, entre otras cosas, difícil en muchos casos encontrar una vivienda digna o adecuada, conciliar la vida laboral y la familiar, o disponer de tiempo para escucharse y dialogar los esposos y los hijos. Falta el aprecio social por la fidelidad esponsal, la estabilidad matrimonial o la natalidad Estos desafíos, lejos de constituir obstáculos insalvables, se convierten para la familia cristiana y para la Iglesia en una oportunidad nueva; la propia familia puede encontrar en ellos un estímulo para fortalecerse y crecer como comunidad de vida y amor que engendra vida y esperanza en la sociedad.
Porque para quienes abren su corazón a Dios, a su amor y a su gracia, es posible vivir el Evangelio del matrimonio y de la familia. Para ello es necesario una adecuada formación y preparación de los que están llamados a cuidar los matrimonios y las familias -seminaristas, sacerdotes y agentes de pastoral familiar-, y, ¡cómo no y sobre todo!, de quienes están llamados a responder generosamente a la vocación matrimonial: los adolescentes, que han de recibir una educación afectivo-sexual cristiana; los novios, que deben ser acompañados durante el noviazgo; y los esposos, que han de ser acompañados, siempre y particularmente en los primeros años del matrimonio.
Además, el papa Francisco recuerda que la vida matrimonial y el amor conyugal necesitan tiempo disponible y gratuito, dejando otras cosas en un segundo lugar. Los esposos necesitan tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse, para fortalecer la relación. El matrimonio y la familia es algo que hay que construir juntos día a día; hay que perder el miedo al 'para siempre', encomendándose al Señor Jesús y a su gracia, en una vida que se convierte en un camino espiritual cotidiano. Novios y esposos han de aprender a rezar juntos: "Señor, danos hoy nuestro amor de cada día"; su amor es el pan que los sostiene para seguir adelante. Y deben aprender a pedirse permiso, a decir gracias y a perdonarse el uno al otro.
El amor es un don y una tarea diaria, que viene atravesado, a veces, por momentos de crisis y dificultades. Para la superación de estas crisis el acompañamiento personalizado y paciente de los esposos por parte de la Iglesia es una herramienta clave que deben estar dispuestos a ofrecer con humildad, respeto y competencia quienes están llamados a desarrollar esta importante labor.
Necesitamos generar una cultura de la familia, que recree un verdadero ambiente familiar. La misión de la Iglesia hoy es ser arca de Noé, sacramento de salvación, generando espacios y un ambiente favorable para que la familia pueda crecer y vivir en plenitud su vocación al amor. La alegría del Evangelio se refleja en la alegría del amor que se vive y se aprende eminentemente en la familia. La fuerza para amar nace, crece y se fortalece en la familia y es fuente de alegría para el ser humano y para la sociedad.