Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.
El segundo Domingo de Pascua es el ‘Domingo de la Misericordia divina’. Dios es misericordia; un amor fiel, que ama a su criatura y la sigue amando, incluso cuando se aleja de Él por el pecado; un amor compasivo y misericordioso, que sufre y se compadece ante cualquier sufrimiento humano; un amor siempre dispuesto al perdón y a la reconciliación. Jesus, el Hijo de Dios es la misericordia encarnada de Dios.
La Pascua -la pasión, muerte y resurrección de Jesús-, es la manifestación suprema de esta misericordia. Por su amor misericordioso, el Padre envía al Hijo al mundo, que se entrega al Padre hasta la muerte en la Cruz por amor a la humanidad para la redención de los pecados y la reconciliación con Dios y con los hombres; en su amor misericordioso, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo y lo resucita; y, por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo.
La misericordia de Dios sigue llegando hasta nosotros a través de su Iglesia. Jesús, ya resucitado, se aparece a sus Apóstoles y les da el gran anuncio de la misericordia divina: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 21-23).
Antes de decir estas palabras, Jesús les muestra sus manos y su costado, es decir, les señala las heridas de la pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu; una misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna y se convierte en manantial de la paz.
Con la resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo, una nueva corriente de vida irrumpe en el mundo. Gracias a la resurrección de Jesús podemos colocarnos ante el mundo de una manera diferente: liberados del miedo, del odio y del egoísmo, abiertos a Dios y a los demás, podemos ser misericordiosos como el Padre, sembradores de misericordia, perdón, reconciliación y paz. Jesús nos enseñó que quien recibe y experimenta la misericordia de Dios, está llamado a "usar misericordia" con los demás y a ser testigo y promotor de la reconciliación y de la paz.
La Pascua es un prodigio de la misericordia de Dios que cambia radicalmente el destino de la humanidad. San Juan Pablo II señaló que "a la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor, que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz".
Son unas palabras que siguen siendo válidas y motivo de esperanza ante los enfrentamientos y odios entre personas, grupos y pueblos, ante las guerras, ante los atentados contra personas, pueblos y cosas, ante las persecuciones y los viles asesinatos de cristianos, como los últimos de cristianos coptos en Egipto. Sólo la luz de la misericordia divina podrá iluminar el camino de los hombres hacia la reconciliación y la paz. Para ello es necesario que la humanidad de hoy acoja a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: 'Paz a vosotros'. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y de los hombres y nos hace capaces de mirar a nuestro prójimo con ojos de misericordia y ser constructores de la paz.