Casimiro López. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.
Por la festividad de ‘Todos los Santos’ acudimos a los cementerios para recordar a nuestros difuntos. El amor que les profesamos queda de manifiesto en el cuidado y el adorno con flores de sus tumbas. La Iglesia además nos recuerda, en especial en estos días, la importancia de no descuidar la oración por los difuntos. “Es una idea santa y piadosa orar por los difuntos, para que sea vean libres de sus pecados”, leemos en el libro de los Macabeos (2 Mc 2,12). Siguiendo esta recomendación, los cristianos ya desde los orígenes de la Iglesia han pedido por los difuntos.
Al orar por los difuntos hacemos profesión de nuestra fe en la vida eterna, de nuestra esperanza en un futuro reencuentro con ellos junto al Padre Dios, de nuestra confianza en la misericordia de Dios, necesaria para que quienes han muerto sean purificados de sus faltas, y de la comunión con quienes nos han precedido en el Señor.
El Papa emérito, Benedicto XVI, nos ha dejado en la encíclica Spe Salvi bellas palabras sobre el purgatorio, ese estado en el que se encontrarán muchos hombres tras el tránsito de la muerte. Dice que puede haber personas que hayan vivido pisoteando el amor y que en ellos ya nada se podrá remediar; en ellos la destrucción del bien será irrevocable, será el infierno. Otras personas se habrán impregnado totalmente de Dios y su muerte no será más que la culminación de su vida terrena en el cielo; son esa multitud inmensa de santos anónimos que recordamos en la Fiesta de Todos los Santos y a quienes pedimos que intercedan por nosotros.
Pero, sigue diciendo el Papa, “según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la experiencia humana. En gran parte de los hombres -eso podemos suponer- queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma”.
Quienes mueren así pasan por una purificación ante Dios Juez. Dicha purificación comporta dolor y alegría. Dolor porque quema lo impuro que hay en ellos, y alegría porque sabemos que van a ser totalmente de Dios. Nosotros podemos y debemos pedir por esas personas. Es lo que hace la Iglesia, es lo que hacemos los creyentes cristianos.
Nuestra oración expresa nuestra esperanza. No conocemos el resultado directo de nuestra oración, pero no podemos dejar de confiar. Dios es bueno para los que esperan y confían en Él, para quienes lo buscan de corazón. En el Evangelio se nos habla de las estancias que hay en la casa del Padre. Aluden a un designio de Dios. En su misericordia nos ha pensado junto a Él para siempre. Por eso rezamos con fe por nuestros difuntos. San Agustín decía: "Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios". Dios no abandona a ninguno de sus hijos. Somos conscientes de que el pecado nos hace indignos ante Dios, pero también que El ha ideado maneras justas y misericordiosas para que pueda realizarse su salvación en nuestros difuntos.