Enrique Domínguez. Economista.
Hasta hace pocos años, las calles de Castellón de la Plana apenas conocían de la existencia de árboles que adornaran sus aceras y que, al mismo tiempo, colaboraran con el medio ambiente ayudando a reducir el creciente monóxido de carbono generado por el también creciente número de vehículos que circulan por esas calles.
Se optó, de manera creo que inteligente, por plantar árboles autóctonos que se añadieran, entre otros, a los plataneros y a esa otra especie situada en bastantes casos frente a colegios y que produce unos pequeños frutos en forma de racimos que nadie quita y que, al caer, manchan las aceras (lamento no saber su nombre).
Se decidió plantar, entre otros, encinas, almeces y naranjos. Estos últimos, por fin, iban a darle un color diferente a la ciudad: el rojo anaranjado que, junto al reciente color rojo, ya descolorido por el uso, del circuito del TRAM, han mejorado el exceso de color verde de la ciudad, incluida su enseña.
Creo que ya es el cuarto año en el que a mitad de enero se procede, por la empresa de mantenimiento de la ciudad y siguiendo órdenes, a quitar todas las naranjas de los árboles de algunas calles de la misma (por suerte, bastantes de ellas se salvan). El argumento principal es que en esas calles o en su proximidad hay salas de ocio nocturno y hay personas –yo los llamaría desaprensivos- cuya diversión consiste en coger naranjas y tirárselas o aplastarlas en el suelo; el resultado, una mancha blanquecina que tarda bastante tiempo en desparecer.
Este año me han dado otras causas, más o menos peregrinas; me han dicho que las fiestas de la Magdalena están próximas o que las quitan porque las naranjas se caen; el viento de días pasados tiró algunas, es cierto. Pero, ¿qué es más barato, que los barrenderos las recojan o que vaya esta empresa que dice ‘treballem per tu’ a quitarlas?
Y algo, espero que anecdótico; algunas de esas naranjas arrancadas a tiró desde lo alto de las escaleras caen al duro suelo en vez de dentro del capazo y, claro, se 'esclafen' y manchan el suelo. Lo mismo que las que tiran, aposta, los desaprensivos.
Señores, los naranjos, en mi humilde opinión, si no pueden alardear de sus frutos cuando maduran un tiempo prudencial, no sirven para dar color a la ciudad. Color verde, como ya he dicho, hay demasiado y no comprendo ese afán desmedido en eliminar las naranjas de los árboles antes de hora. Para eso, es mejor que arranquen todos los naranjos y planten otros árboles.
Pero es curioso la inquina que algunos o alguien (los trabajadores que las arrancan dicen que son unos mandados, aunque a su jefe alguien se lo ordenará, digo yo) tiene hacia las naranjas. Porque hay otros árboles en las calles de la ciudad cuyos frutos caen al suelo, que no manchan el suelo pero sí que pueden provocar accidentes si uno resbala con ellos; me refiero a las bellotas y a los ‘pinyols dels lledoners’.
Como toda crítica debe ir acompañada de una propuesta alternativa que sea constructiva, yo propondría, otra vez más, una medida de gracia como persona que reconoce la belleza de un árbol con ese fruto rojo anaranjado, ¡qué poético me ha salido!, pero que no tiene demasiada gente que le defienda: que se dejen todas las naranjas que se sitúen a más de, por ejemplo, dos metros y medio y que, cuando se compruebe que comienzan a caerse por ellas mismas, entonces y sólo entonces, recogerlas todas.
Si esta propuesta no cuaja, me voy a otra más radical ya apuntada: Arranquen todos los naranjos que han plantado en las calles en las que quitan sus frutos porque para no poder disfrutar de su color, no vale la pena tenerlos. Ya tenemos bastantes huertos en el término cuya fruta no se recolecta, bien por falta de tamaño, bien por estar abandonados, bien porque no se ha encontrado comprador; pero esa es otra historia.