Enrique Domínguez. Economista.
Hace ya bastantes años que en diferentes medios de comunicación se nos decía que ‘Hacienda somos todos’. Se quería con ello señalar la necesidad de contribuir al erario público con los impuestos que unos gobiernos en los que la transparencia no era su fuerte, nos adjudicaban.
En esta España en la que vivimos, defraudar ha sido signo de prestigio social, de conversación con los amigos, de fardar de contar con tal o cuál asesor que conoce muy bien los intríngulis de las leyes y, por tanto, la o las maneras de ‘distraer’ ciertas cantidades al fisco. Y éramos los paganos de un dinero que, luego, se difuminaba en los presupuestos y del que nunca sabíamos cuál era su destino. Aunque sí sabíamos lo bien que tal o cuál gerifalte vivía, de sus posesiones.
Soy de los que creo que debo contribuir con mis impuestos a los ingresos del país en que vivo y soy de los que afirmo que niveles de fraude como los que tenemos, en torno al 20% o al 25% según estudios, son indignos. También he de reconocer que no estoy libre de culpa en cuanto a solicitar alguna que otra factura libre de impuestos.
Pero exijo saber en qué se gastan los impuestos a los que contribuyo en los plazos marcados porque si me paso un solo día… ¡multa que te crio!
Si las personas con menor poder adquisitivo, en la proporción que ustedes quieran, ‘distraemos’ parte de los impuestos a través de las facturas sin IVA, alguien con mala idea podrá pensar que como somos muchos más los de menor poder adquisitivo que los de mayores ingresos, pues defraudamos más.
Pero no es así porque hay una relación directa entre los ingresos de una persona y sus posibilidades de fraude; y aunque haya menos personas con posibles, la riqueza que reúnen es mucho mayor. Si los de menor poder adquisitivo defraudamos mediante las facturas sin IVA, los de mayores ingresos lo hacen mediante facturas sin IVA de mayor montante, pagando en negro a trabajadores que no presentan a la Seguridad Social, aplicando a sus contabilidades la ingeniería financiera, creando sociedades instrumentales o interpuestas en el propio país, teniendo cuentas en paraísos fiscales o creando sociedades en esos paraísos, cuyo objetivo claro es ocultar.
Es cierto que ese prestigio social del que hablaba líneas arriba ha ido perdiendo fuerza, que ha aumentado la concienciación de la necesidad de contribuir con nuestras aportaciones al erario público, que cada vez hay más voces que exigen saber con detalle lo que se hace con nuestros impuestos; quiero pensar que los profesionales expertos en “distraer” impuestos disminuyen. También quiero pensar que los que pagamos religiosamente somos considerados cada vez ingenuos o tontos por menos personas. Pero…
Pero cuando uno contempla los crecientes y continuados casos de corrupción, cuando uno asiste sin apenas poder hacer nada a que tras largos años de juicios o retrasos en juzgar a tal o cuál defraudador, no se devuelve nada de lo ‘distraído’.
Y cuando uno se entera que personas de prestigio que deberían dar ejemplo de honradez tienen o han tenido firmas en paraísos fiscales, como ocurre ahora con los papeles de Panamá, y cuando uno sabe que si se crean es con el claro afán de ocultar ingresos cuando no de blanquear dinero, se comienza a pensar que “Hacienda somos todos los ingenuos que seguimos pagando”, que los listos nos la dan con queso.
Y he de confesar que cada vez me es más difícil mantener mi forma de actuar, aunque si no lo hago tendré enseguida una sanción, mientras que estos listos se van o se irán de rositas en muchos casos.
Me temo que, a la fuerza, tendré que seguir siendo ingenuo pero, ¿habrá voluntad política en los gobiernos para desmantelar esos paraísos fiscales? Y si se desmantelaran, ¿seríamos todos buenos? ¡Qué ingenuo soy! ¿Qué piensan ustedes?