Enrique Domínguez. Economista.
Tres cosas, a mi modo de ver, se le pueden exigir a un sistema fiscal para que la ciudadanía que lo soporta lo acepte o lo tolere: su sencillez y facilidad para ser comprendido, la igualdad de trato y la eficacia en la gestión de esos recursos que se detraen de las economías familiares y empresariales.
Actualmente, si por algo ser caracteriza el sistema fiscal español es por su farragosidad, por los miles de páginas en los boletines oficiales del estado, de las autonomías e, incluso, de las provincias, que dificultan en extremo el saber por qué pagamos más o menos y, además, obliga a acudir a expertos para que nos ayuden a satisfacer nuestros impuestos.
Y también permite reducir en cantidades importantes lo que hay que pagar si se aprovecha tanto papel oficial. Y eso lo saben, entre otros, las grandes empresas.
Otra característica de nuestro sistema fiscal es la inadecuada gestión de esos recursos que los ciudadanos y las empresas pagamos; los despilfarros, cuando no la corrupción, que se dan a todos los niveles y, como muestra, las grandes obras paradas o hechas para que el político de turno descubra su nombre en una placa.
Dicho lo que antecede, un grupo de buenos expertos, aunque no el único, ha elaborado un borrador sobre la próxima reforma fiscal, ofreciendo al Gobierno alternativas que éste podrá o no poner en marcha; propone bajar tipos en IRPF y Sociedades y más impuestos indirectos. ¿Qué les parece?
La propuesta de reforma fiscal toca muchos aspectos y su finalidad, junto al resto de reformas, es la de ayudar a salir de la crisis y, para ello, mejorar los ingresos públicos y el dinero en manos de los ciudadanos. La propuesta estrella en esta línea, se dirige a reducir las cotizaciones sociales que han de satisfacer las empresas y los trabajadores y el impuesto de sociedades y, para compensar ese descenso de ingresos, incrementar el IVA de algunos productos, los impuestos especiales, reducir deducciones, combatir el fraude, etc.
Al comienzo de la crisis, los empresarios ya hablaban de reducir las cotizaciones sociales a cambio de incrementar el IVA; ahora esa reducción de tres puntos junto a la disminución inmediata de cinco puntos en el impuesto de sociedades, liberará muchos recursos a las empresas; pero, ¿ello es condición necesaria y suficiente para el incremento en la contratación?
La subida del IVA en los productos que actualmente tributan al 10%, salvo el turismo, la vivienda y el transporte público, ¿mejorará la recaudación? ¿No podemos caer en aquello de lo comido por lo servido, es decir, lo que se gana en la reducción de cotizaciones se pierde en el aumento del IVA?
De momento, el sector agroalimentario ya habla de pérdidas de unos 16.000 millones de euros con esa posible subida del IVA al 21%; los autónomos también señalan que con la subida del IVA no van a mejorar sus ventas.
Y también las grandes empresas hacen sus números y creen que van a tener que tributar más, sobre todo las que, gracias a las deducciones y a su buen conocimiento de la prolija legislación, tributan en torno al 10% en el impuesto de sociedades.
¿Y qué pasa con los pensionistas? Soportarán todos los incrementos de precios por la subida del IVA en determinados productos (galletas, carnes, pescados,..) y de los impuestos especiales y solamente tendrán, a lo mejor, una menor deducción por IRPF.
Quizá sea mucho pedir que la próxima reforma fiscal sea más comprensible para el ciudadano de a pie, pero no lo es el exigir que el que más tenga más pague y que lo recaudado sea gestionado eficazmente y con el máximo empeño. ¿Tendremos suerte?