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viernes, 21 de febrero de 2025 | Última actualización: 10:53

Mi tío Joaquín

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Jorge Fuentes. Embajador de España.

En estos días se ha hablado mucho sobre el Padre Joaquín Vilallonga S.J., que nació en Burriana en 1868 -¡hace casi 150 años!- y que vivió la mayor parte de su larga vida por esos mundos de Dios, cumpliendo con sus siempre importantes misiones religiosas.

El Padre Vilallonga era hermano de nuestra muy querida abuela materna, Teresa Vilallonga, y ambos nacieron y vivieron su juventud en la casa de la calle San Agustín 6 de Burriana de la que yo guardo gratos recuerdos por haber pasado en ella muy felices Navidades cuando, con mis padres y tres hermanos, veníamos desde Valencia a celebrarlas con los abuelos.

Por entonces –eran los años cuarenta del siglo pasado- el Padre Vilallonga ya era el gran ausente de la familia. Ya saben ustedes que el miembro del grupo que vuela lejos del nido es aquel a quien más se añora. En nuestra familia ello ocurrió con frecuencia. Mi bisabuelo era marino mercante  lo que le forzó a largos viajes a bordo de su barco, el ‘San José’, del que conservamos el mascarón de proa. Mi hermano mayor, Vicente, pasó una década estudiando en Madrid. Yo mismo, debido a mi profesión viví la mayor parte de mi vida fuera de España.

Pero en la familia, el ausente institucional fue siempre el tío Joaquín. En casa hablábamos de él con toda frecuencia, particularmente lo hacía su hermana, la abuela Teresa. No olvido que en sus últimas horas, rodeada por toda la familia, sus palabras finales fueron de recuerdo a su inolvidable hermano. Nuestra madre mantuvo vivo en casa el recuerdo del tío Joaquín a quien ella y sus hijos escribíamos con toda frecuencia.

Solo pude abrazarlo en persona dos o tres veces en mi vida, en las escasas ocasiones en que volvía a España y pasaba unos días con nosotros en Valencia. Aun le recuerdo en el otoño de su vida, enfundado en su larga sotana, alto, firme, atlético, cariñoso, sencillo a pesar de su brillante carrera.

Fue uno de los religiosos de mayor prestigio del mundo durante toda la primera mitad del siglo XX. Habiendo estudiado en la Universidad de Saint Louis (Missouri), fue encargado en varias ocasiones de pronunciar la plegaria de apertura del Senado de los Estados Unidos, tuvo la amistad del Presidente Roosevelt y  del magnate Rockefeller, así como de otros muchos líderes mundiales. Recibió el premio Magsaysay –el Nobel asiático-  amén de muchas otras condecoraciones de diversos países del mundo.

Fue provincial de los Jesuitas, visitador apostólico de Pio XII, Jefe de varias misiones en la India, Rector de la Universidad del Ateneo de Manila. Políglota, gran deportista, piloto, viajero infatigable.

Estoy convencido sin embargo, de que lo que hizo de él una figura colosal, fue su decisión, en el último tramo de su vida plena, de pedir al Papa que le nombrara capellán de la leprosería en la isla de Culion en Filipinas. Allí acabó sus días, sin contraer la terrible enfermedad pero velando por quienes si la tenían. Había alcanzado los 94 años. Fue enterrado en el cementerio de los jesuitas de Manila.

En el panteón familiar de Burriana, por decisión de mi madre, el pequeño altar está dedicado a su memoria. En la fachada de su casa natal de la calle de San Agustín luce una placa en su recuerdo. Durante las próximas semanas el Centro Cultural Municipal de la ciudad ofrece una impresionante exposición de su vida y su obra. Uno de los mejores colegios del lugar lleva su nombre. Me es muy grato subrayar que el Ayuntamiento de Burriana es generoso con sus hijos más preclaros.