Jorge Fuentes. Embajador de España.
Siempre me ha fascinado la figura del hombre anónimo, el Juan Nadie de nuestra sociedad. No sé por qué no se escriben más obras sobre los héroes ocultos y, por el contrario, abundan las biografías de hombres excepcionales. A fin de cuentas, éstos son muy escasos en tanto que los anónimos se cuentan por miles de millones. Sería formidable aprender de sus existencias, ver cómo han conseguido abrirse camino en la vida, con frecuencia en circunstancias difíciles.
Todos podríamos conocer cómo supieron remontar sus orígenes precarios y asentarse en la normalidad. No estoy pensando en los hijos de pobres campesinos iletrados o de esforzados obreros que, contra viento y marea, consiguieron destacar como profesores, artistas o científicos. Pienso en el hijo y nieto de obrero que es también obrero y que sospecha sus hijos y nietos seguirán sus mismos pasos, mejorando sus vidas solo en la medida en que se ven arrastrados por las mejoras de la sociedad que hacen que hoy podamos vivir todos mucho mejor que lo hicieron nuestros antepasados hace años y siglos. Hoy vive mejor un mileurista que lo hacía un Rey en el siglo XV, privado de luz eléctrica, calefacción, automóviles, aviones, teléfonos, libros, radios, televisores, teléfonos, sin medicamentos que han prolongado enormemente nuestras expectativas de vida.
En los últimos días nos encontramos con el caso de dos personas que, aunque llamadas a pasar en el anonimato el resto de sus vidas, el destino les ha convertido en famosos, casi en héroes. Me refiero a la ayudante de enfermera Teresa Romero y su marido Javier Limón, soldador de profesión.
Teresa se ha convertida en la protagonista del día. Ha sido portada de todas las publicaciones, noticia en la televisión y radio, motivo de debate acalorado en Parlamentos y tertulias socio-políticas. No hay personaje público que ose hablar del ébola que no comience su perorata sin saludar a Teresa y desearle una pronta recuperación. Es admirable el coraje de la Señora Romero; tratar enfermos altamente contagiosos en circunstancias novedosas y por tanto precarias. Resulta comprensible incluso su imprudencia de, al salir del hospital, intentar olvidar su difícil trabajo y zambullirse en la normalidad de ir a un salón de belleza, presentarse a unas oposiciones, desplazarse en autobús o metro, actividades sin embargo que su empleador, el Carlos III, debía haberle impuesto evitar.
Me interesa más en este momento, la figura de su marido, Javier Limón, un auténtico Juan Nadie, que de la noche a la mañana, sin comerlo ni beberlo, se vió sumido en una auténtica tragedia, con su mujer al borde de la muerte, con las autoridades sanitarias haciendo observaciones insidiosas acerca de su conducta, con su perro sacrificado a pesar de sus dramáticas llamadas y con él mismo en la difícil posición de posible contagiado.
Si en las tragedias clásicas, el hombre luchaba contra los dioses o contra el destino y esa batalla le convertía en un héroe, Javier Limón es un héroe moderno. Ójala todo acabe bien para él. Que resulte –como cada vez parece más probable- que no está contagiado, que su mejor se recupera plenamente y que ambos reciben las exculpaciones que merecen.
Por desgracia a Excalibur ya no le podrán recuperar.