Jorge Fuentes. Embajador de España.
Allá por los años sesenta del pasado siglo, ¡éramos todos tan jóvenes! La mayoría de la población actual, ni siquiera había nacido. Pero los grandes hombres y mujeres del teatro, una generación insuperable, ya estaban ahí, con sus dos funciones diarias, sus películas, su pluriempleo y con su amabilidad infatigable para atender a sus visitantes, a sus fans, a los periodistas.
Arturo Fernández, uno de los grandes de entonces y de ahora, acaba de dejarnos. Era un galán de 90 años, que protagonizó más de 80 películas pero que será recordado principalmente por sus creaciones teatrales, ese caballero elegante, impecablemente peinado, planchado -en especial la raya de su pantalón- y engalanado.
Tuvimos la suerte de verle en sus últimas creaciones y aunque los libretos eran diferentes, el personaje pícaro, mujeriego, encantador, irresistible, parecía siempre el mismo.
A pesar de que los años iban pasando y que en los últimos tiempos tenía una seria enfermedad que le producía agudos dolores, Arturo Fernández se movía en escena con una soltura sorprendente.
El teatro Amaya de Madrid se había convertido en su segundo hogar lo cual no le impedía hacer sus giras por toda España para cumplir con sus innumerables seguidores. Castellón y Benicásim no fueron una excepción aunque la última representación prevista en la pasada temporada tuvo que ser suspendida a causa de la enfermedad que acabaría con su vida.
Pese a provenir de una modesta familia de la clase obrera -su padre era empleado del ferrocarril y anarquista de corazón lo que le forzó al exilio en Francia durante casi dos decenios-, Arturo supo abrirse, no sin dificultades, un camino en el mundo del espectáculo llegando a ser el galán indispensable en la segunda mitad del siglo XX.
Fue sin embargo en el teatro donde configuró su estilo y su personaje tan querido y respetado por unos, como envidiado y despreciado por otros. El hecho de que fuera uno de los pocos empresarios teatrales que nunca tuviera que recurrir a subvenciones gubernamentales para montar sus funciones, el tono elegante y aparentemente superficial de sus comedias y su no disimulado conservadurismo político explican la actitud de sus seguidores y detractores.
Tuve ocasión de conocerlo cuando, a las ordenes de Luis Escobar, interpretaba en el teatro Eslava, la pieza de Tennessee Williams, 'Dulce pájaro de juventud'. Era ya por entonces, un joven treintañero apuesto y triunfador. Sabía encubrir con su simpatía y sencillez, sus carencias intelectuales que, como muchos otros de sus colegas, no pretendía enmascarar.
Desde aquellos años sesenta, su carrera fue meteórica. Trabajó con los mejores directores -Rafael Gil, José María Forqué, Julio Coll, Cesar Amadori y formo tándem con las estrellas de más de medio siglo, como Paco Rabal, Analia Gade, Conchita Velasco y Rocío Durcal.
Gracias a mi gran afición al teatro y al cine, tuve ocasión de conocer personalmente a toda aquella gran generación de actores y actrices entre los que se encontraban Rafael Rivelles, Alberto Closas, José María Rodero, Ismael Merlo o Emma Penella, una generación extraordinaria que en nuestro país nunca fue superada.
Todos ellos nos dejaron pero a todos ellos recordamos con emoción. Son nuestros inmortales. Esa es la grandeza de la difícil profesión de 'entertainers'.