Jorge Fuentes. Embajador de España.
La batalla será larga porque después del doloroso capítulo sanitario que ha alcanzado ya millones de contagiados en el mundo y varias decenas de miles de fallecidos, vendrá el capítulo económico igualmente dramático y luego llegará el necesario reajuste social.
Es, por tanto, prematuro hablar del escenario post coronavirus cuando ya sabemos que el confinamiento se extenderá no solo hasta el 26 de Abril sino hasta el 10 de Mayo y quién sabe si no bastante más allá. Pese a todo, hablemos de lo que vendrá después.
En la realidad que estamos viviendo hay un hecho innegable: nadie que haya nacido en España después de la Guerra Civil, ha conocido un tiempo tan difícil como el que empezó a desplegarse en nuestro país en Marzo pasado y que en China había brotado tres meses antes.
El confinamiento, la inseguridad, el miedo, la enfermedad y muerte en circunstancias dramáticas de familiares y amigos. El cambio radical de costumbres: la cancelación de viajes, la imposibilidad de encontrar a nuestros hijos, nietos y demás familia; la simple imposibilidad de pasear, de ir de compras excepto de alimentos y medicinas; la prohibición de comprar libros, de ir a nuestros espectáculos favoritos: teatro, cine conciertos; de ir a cafeterías y restaurantes, en definitiva, enfrentamos un régimen de vida no como en un estado de alarma sino en un estado de sitio, como en la guerra. Un estado que nos fuerza a llevar una vida encogida.
No en balde están surgiendo teorías de que ha estallado ya la tercera guerra mundial, una guerra que habría sido declarada por China, en la que las bombas habrían sido sustituidas por el virus y en que los grandes derrotados serían los Estados Unidos y la Unión Europea.
Es aun pronto para sacar conclusiones; esta guerra aún no ha terminado y en todo caso, no sería la tercera -que había sido atribuida al choque contra el terrorismo islámico- sino la cuarta.
Lamentablemente, en ella, nuestra querida España, tan poco dada a participar en guerras mundiales, está desempeñando un papel muy por encima de sus posibilidades: pese a tener una población que representa el 0'6% de la mundial, alcanza un número de víctimas mayor que ningún otro país. De cada cinco fallecidos en el mundo, uno es español. Ello indica que algo, sin duda, estamos haciendo rematadamente mal.
Ya hemos tratado hasta la saciedad las razones de que ello sea así: el retraso en declarar el estado de alarma, el mantenimiento irresponsable de manifestaciones, eventos deportivos, festejos, jolgorios y demás. La imprevisión en proveernos del material sanitario indispensable, el falseamiento oficial del riesgo que se avecinaba.
El pueblo español reaccionó bien desde sus trabajos esenciales o desde su confinamiento. Pero ese pueblo iba rumiando una reflexión indudable: los culpables de todo esto, de nuestros muertos y nuestra crisis, son los miembros del Gabinete y sus miles de colaboradores indispensables. Solo así se explica que en otros países también muy azotados por la pandemia -como Portugal, Italia, Reino Unido o Estados Unidos- sus líderes mantengan el buen nivel de aceptación del que aquí carecen. Claro que el Gobierno lo atribuirá a la presencia de una oposición insolidaria o de un pueblo particularmente ruin e ingrato.
A día de hoy, detener la hemorragia, doblegar la curva de contagiados o muertos es lo esencial. Es desesperante comprobar que el número de víctimas diarias no baja de muchos cientos. Pero cuando la crisis sanitaria pase o incluso antes, vamos a tener que hacer frente a otra crisis sumamente grave como es la económica que en cuestión de meses, el 10% de parados que encontró Sánchez al llegar al poder va a alcanzar cifras escalofriantes superiores al 20%, un porcentaje que ya predijimos se alcanzaría a lo largo de la legislatura pero no creíamos lo haría en los primeros meses de ella.
Es muy difícil predecir cómo y cuándo acabará esta pesadilla. No resulta imaginable que en un par de meses hayan acabado los contagios y las víctimas. Aun cuando en España y en otros países de nuestro entorno hubiera empezado a declinar la epidemia, acaso en el continente americano, donde llegó más tarde, se muestre aún muy agresiva y ello complicaría la recuperación económica mundial.
Si la pandemia acabara hacia el verano, ¿habría desaparecido para siempre? ¿O por el contrario ha venido para quedarse cíclicamente como otras gripes y otras muchas enfermedades pandémicas más o menos domesticadas con medicamentos y vacunas?
¿Cómo enfocaremos nuestras vidas cuando acabe el confinamiento? Me atrevo a predecir que habremos aprendido poco. No creo que mantengamos hospitales y material para atender a cientos de miles de pacientes que quizá se produzcan dentro de un siglo. Ni premiaremos a nuestros héroes de hoy, los médicos-enfermeros-farmacéuticos, pagándoles al menos como a los tan poco indispensables profesionales del deporte. No abandonaremos nuestros jolgorios, nuestros abrazos y besuqueos contagiantes.
No aprenderemos mucho. Pero no estaría mal si al menos aprendiéramos a votar.