María B. Alonso. Psicóloga Clínica y Forense. Coordinadora UNED Castellón.
En las conversaciones de la calle, en ciertos medios, en despachos de profesionales, en los coloquios en espacios de ocio,… no es de extrañar escuchar: “mi madre tiene el Síndrome del nido vacío”. A esta afirmación habría que realizar algunos matices: en primer lugar, no es solo un problema meramente femenino o de la madre, este proceso puede darse en cualquiera de los dos progenitores tras la partida de los hijos ya maduros; en segundo lugar, no todo estado emocional de adultos maduros es debido a la marcha de los hijos, pueden haber otros ajustes importantes en la edad media de las personas; y finalmente, y mucho más importante, este estado emocional disfórico y transitorio debe de ser valorado por un profesional que determine la certeza.
¿Cómo entender este cúmulo de emociones negativas y sentimientos disfuncionales como abandono, soledad, irascibilidad, tristeza,… que pueden aparecer en algunos padres tras la partida de los hijos? Tenemos que hacer una mirada hacia atrás, una retrospectiva histórica y valorar desde la juventud de esos padres, el evidente cambio que fue, la llegada de un bebé. Los padres o progenitores, aún antes de la llegada del hijo, se producen en sus vidas notables cambios y modificaciones, no solo relacionadas con cambios de espacios en la casa, modificación de hábitos y rutinas, también cambios de objetivos vitales y, ante todo, la toma de conciencia de la responsabilidad de alguien indefenso que llega a la casa y que todo gira en torno a él, a su bienestar, a sus necesidades….
Pero esta primera toma de contacto con la realidad de ser padres, no termina con todo el proceso de adaptación de la casa, de las mentes de los nuevos papas, sigue su proceso incrementándose a lo largo de todo el ciclo vital del hijo.
Así, desde el inicio del lenguaje y la deambulación, pasando por la decisión del centro escolar, continuando con sus rendimientos y adaptaciones a cada nuevo curso escolar… y, de repente, sin apenas pensarlo los padres, ya no tan jóvenes, se encuentran con un adolescente así, sin meditarlo, y todo esto “sin libro de instrucciones”. Suele ser los abuelos, otros padres, el pediatra, la pedagoga del cole, la maestra, la documentación… pero ante todo, la propia experiencia de los padres con cada uno de sus hijos (porque encima ninguno es igual al otro y tienen que volver aprender con cada nuevo nacimiento) lo que va otorgando a aquellos padres las herramientas necesarias, para ir procurando que ese nuevo ciudadano se vaya adaptando de la mejor forma posible. Sin olvidar las noches en vela, las peleas en pro de la defensa de su identidad de adolescente por piercing, tatuajes, compra de la moto… las salidas corriendo a urgencias y un larguísimo listado de incidentes que van llenando la inmensa mochila desde el embarazo, hasta que se van de casa para independizarse, que cada vez, dicho sea de paso es más tarde.
Pues bien, todo lo anterior, es un continuo aprender, adaptase, supervisarse, volver a aprender, volver a adaptarse,… con cada nuevo cambio que se produce en el desarrollo evolutivo de esos que llegaron un día a casa, y llega un día que también se van. Por tanto, la mente y la vida de los padres, no para de adaptarse y acomodarse a cada nuevo cambio de sus hijos. En ocasiones estos procesos de adaptación no son tranquilos, ni se producen en las mejores condiciones personales de los padres, que también están llevando su propio proceso de adaptación y logros profesionales y de toda índole. En ocasiones es el inmenso amor por esos hijos lo que hace que se vayan superando muchas situaciones en muchas ocasiones casi de ‘guerra sin cuartel’ en el hogar, de procesos de conflictividad, de emociones encontradas y de preocupaciones hasta altas horas de la noche.
En todo este ir y venir, trascurren varias décadas girando la vida de los padres en torno a las necesidades de estos hijos y con continuos procesos de adaptación, aparece una rotunda afirmación: estos se van, se van ya “de por libre”. Atrás quedan las noches preocupados por ellos, pero donde tenían esos padres la capacidad de resolver las dificultades, la toma de decisiones en favor de esos hijos… ahora ya no. Se van para tomar ellos solos sus propias decisiones, sin inmiscuirse los padres en ellas. Se van para cometer sus propios errores, sin que los padres puedan interceder, para equivocarse, para herirse y ser felices en la vida, pero ya lejos de la supervisión de riesgos y fortalezas de los padres.
Por tanto en los padres queda vacío el tiempo de dedicación, queda vacía la toma de decisiones en voz de los hijos, queda vacía la agenda de responsabilidades por daños, queda vacía la casa sin gritos y alborotos. Esos padres que se han pasado décadas cerrando su vida en torno a las necesidades de sus hijos.
Nadie les conto cuando empezaron (o si se lo contaron lo veían tan lejano que no escucharon) que llegaría un día que deberían dejar partir a sus hijos, que tendrían que volver a saber vivir, a tener otros objetivos, que estos ya los cumplieron con la partida de los hijos. Otra vez adaptarse a esta nueva realidad, en la mediana edad de su propio desarrollo vital.
Si valoramos que los procesos de plasticidad neurológica se producen en el joven, pero con la edad la plasticidad neuronal disminuye y los nuevos aprendizajes y los cambios cuestan más, no es de extrañar que algunos padres precisen un tiempo para poder adaptarse a esta nueva realidad. Si este proceso se alarga más allá de unos meses, no está de más buscar asesoramiento de expertos, quizás la valoración de algún cuadro clínico se resolverá adecuadamente si se toman medidas.