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lunes, 25 de noviembre de 2024 | Última actualización: 23:18

Una mirada infantil cautiva en la pupila del adulto

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María B. Alonso. Psicóloga Clínica y Forense. Coordinadora UNED Castellón.

Isabelle Aubry, en su libro “La primera vez tenía seis años”, relata de forma aterradora, la experiencia de la que apenas era una adolescente sometida a abuso sexual y violación por parte de su progenitor: …”Preferiría como todas las chicas de mi edad, quedarme en casa mirando la tele o… hasta haciendo los deberes… ¿Por qué no? Preferiría que ningún cerdo emporcase mi vida. Preferiría no ser, noche tras noche, un saco de esperma para docenas de hombres que se desahogaban entre mis piernas de niña. Lo daría absolutamente todo por que cesara esta pesadilla. Esas noches inacabables son una agonía. Son una muerte. Y al día siguiente empieza todo de nuevo. Podría echárselo en cara a ese desgraciado que se abrocha los pantalones, pero no digo nada. Callo porque soy una niña y porque Renaud, ese hombre que me viola todas las noches y que me presta a todo aquel que me desee, es mi padre”.

El relato anterior, está extraído de un libro, pero bien pudiera ser una realidad, que en este preciso instante está ocurriendo en muchos lugares del mundo. Los profesionales que trabajamos con el dolor de víctimas similares a esta sabemos qué, cómo dice el dicho, “la realidad supera con creces la ficción”. Que en el mundo miles de niñas y niños, más niñas que niños, pierden su inocencia y rompen sus almas a causa de personas muy cercanas a su entorno afectivo. Sabemos que cuando el agresor, violador, asesino… es cercano a la víctima, más secuelas se perpetuaran en estos niños y niñas en su vida adulta.

En primer lugar, existe una importante asimetría o desigualdad mental entre la víctima y su agresor, el joven no está igual de maduro psicológicamente y, por tanto, tiene más poder de manipulación el adulto, hacia una mente aún joven y poco madura, junto con los lazos afectivos y de figura significativa, hacen más difícil que los menores se defiendan o puedan buscar ayuda o se puedan zafar o escapar de las acciones indecorosas y malvadas de sus agresores.

En segundo lugar, ocurre otro proceso evidenciado en estos hechos, la solicitud del ‘secreto’ por parte del adulto hacia el menor, para que este no relate los hechos a otros adultos que pudieran tomar cartas en el asunto. El ‘secreto’, se impone siempre por miedo, y desde el miedo al menor. Miedo a que pase algo malo, miedo a ser culpabilizado de lo que pasa, miedo al rechazo de los otros adultos significativos para el niño, miedo a que pase una catástrofe. Solo se rompe el secreto, tras muchos años de silencio, de vergüenza y hasta de culpa.

El proceso de finalización de los hechos despreciables, solo ocurre cuando la víctima es capaz psicológicamente de zafarse de los ataques, pero para esto pueden pasar años. La victima en este caso vuelve a sentirse culpable de nuevo, por no haber finalizado antes el proceso tan vergonzante, por no haberle dicho antes ”basta”, pero no entiende que desde su psique de infante no tenía voz, tenía una mordaza.

Lo que ocurre en los intervalos que van desde el inicio de los primeros tocamientos, con apenas cinco o seis años, hasta la acción completa de la violación pasa un tiempo, que puede ser años. Mientras en la mente de este niño ocurren infinidad de procesos de protección cognitiva, como despersonalización, y otros procesos disociativos… Una paciente me refería en una ocasión “yo me marchaba de allí, me iba… hacia como si no fuera conmigo. Solo quería que se fuera”. Estos mecanismos mentales defensivos dan como síntomas en el adulto, distintos procesos disociativos y, entre ellos, el más destacable es la amnesia traumática. El menor puede haber olvidado años de los hechos y no solo de los hechos traumáticos, haber perdido años de sus experiencias infantiles.

Las consecuencias en el desarrollo general del menor, pueden ser nefastas, tanto en su salud física como mental. No es extraño encontrar que, ciertos trastornos de la clínica de adultos, estén vinculados a los hechos vividos en la infancia de estas características. Un claro ejemplo de este tipo de problemáticas en niños, una vez adultos, son por ejemplo el cada vez más documentado Trastorno Límite de la Personalidad (no en todas sus manifestaciones) o el Trastorno de Estrés Postraumático.

Es muy común encontrar que en la adolescencia, el menor, una vez zafado del abuso sexual y la violación, muestras conductas sexuales promiscuas, que pueden llevar a abusar de otros adolescentes,  para poder canalizar su dolor y trauma. Así, en edades más tempranas y aún dentro del proceso de abuso, pueden mostrar también conducta sexual inapropiada en el aula, o en otros contextos de juego con otros niños.  Estos menores y adolescentes son más proclives a padecer nuevos procesos de victimización por parte de otros y no solo de naturaleza sexual.

En el adulto que ha sufrido abusos sexuales o violación durante su infancia o adolescencia, no está adecuadamente instaurada su sexualidad, no estando bien regulado su satisfacción–placer. Estos adultos traumatizados, pueden llegar a  mostrar comportamientos disfuncionales o insatisfactorios en sus relaciones sexuales, conductas pedófilas y otras desviaciones sexuales, presentando una insatisfacción muy marcada y altamente clínica en esta área.

Otras manifestaciones clínicas, por el hecho de haber sido víctimas de trauma de naturaleza sexual, quedan manifestadas en el uso de tóxicos, en un desarraigo socio – afectivo general y en dificultades de adaptación en la vida adulta en muchas áreas. Pueden estar perdidos durante años, sin encontrar sentido a sus vidas, con una marcada perdida de la identidad.

Pero si existe un cuadro clínico paradigmático en estos casos, es el desarrollo crónico o diferido del Trastorno de Estrés Postraumático. Diferido cuando aparecen los síntomas de este cuadro, años después de los hechos, reaparecen de golpe propiciados por algún acontecimiento cercano o similar a las experiencias vividas, como pudiera ser el inicio de relaciones sexuales con una pareja.

La respuesta pronta en el entorno, cuando aún está ocurriendo los hechos, de apoyo al menor y de finalización de las acciones del agresor, protegen en gran medida la salud mental del niño. El menor tiene que sentir que no tiene culpa alguna sobre los hechos, que él no los provoco y que no tiene responsabilidad, que la verbalización de lo que ha ocurrido no va a provocar ninguna catástrofe, que va a ser protegido…

Por desgracia, la respuesta de las familias al enterarse de que dos de sus miembros han formado parte de algo tan despreciable puede ser de diversa índole. A veces ocurre un proceso por desgracia bastante común que es la des-culpabilización del agresor: no puede haber alguien tan cruel, tiene que ser una invención, no puede haber ocurrido eso y no enterarnos… Por otro lado, la responsabilización de la víctima: quizás tenía que haberse callado, quizás tenía que haber hecho algo, ahora ha estropeado todo, quizás también participó, porque no dijo antes nada... En tercer lugar, ocurre una fragmentación de la familia, unos miran para otra parte, quizás rompan vínculos con su familia, otros responsabilizan a la víctima, otros responsabilizan a terceros que nada supieron, quedando la estructura familiar rota, aparecen bandos en la familia. La desestructuración familiar era previa, pero se evidencia tras la puesta en la escena familiar de los hechos a la luz de todos.

Si pudiéramos reflejar con una metáfora el sufrimiento y lo que representa en la vida de un niño una tragedia de esta envergadura, es como una foto muy pixelada, donde queda desdibujada toda su infancia y truncada en gran medida su vida adulta. En la mirada de un adulto que ha sufrido estas nefastas acciones, queda atrapada por siempre la mirada del niño.