Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.
Un año más celebramos la Navidad. Fijemos nuestra mirada en el gran misterio que celebramos: Jesús, el niño que nace en Belen, es Dios mismo quien se encarna y se hace un hombre como nosotros para abrirnos el camino hacia la comunión plena con Él, hacia la salvación. Este es el núcleo de la Navidad, lo que los cristianos celebramos antes de todo en la Navidad; este es el motivo de nuestra alegría navideña y de nuestros gestos y buenos deseos en estos días. Lo recuerdo de nuevo, aunque a muchos les pudiera parecer innecesario, por obvio; pero muchos lo olvidan o lo ocultan.
Como confesamos en el Credo, Jesucristo, Hijo único de Dios, “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Es lo que nos dice también el Evangelio de Juan: “El Verbo se hizo carne” (1,14). La palabra 'carne', según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza, contingencia y finitud. Esto quiere decir que la salvación traída por Dios al hacerse hombre en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamar a Dios Padre y ser verdaderamente hijos de Dios, en su Hijo unigénito.
Estamos tan acostumbrados a decir que “el Hijo de Dios se hizo hombre” que ya casi no nos asombra la grandeza de este acontecimiento. Y en estos días estamos tan centrados en otras cosas, que olvidamos el corazón de la gran novedad y noticia de la Navidad: ha acontecido y acontece algo impensable para la mente humana, algo que sólo Dios puede obrar y en lo que sólo podemos entrar con la fe. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. Es de vital importancia recuperar el asombro ante este misterio y dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, entró en el tiempo del hombre para comunicarnos su misma vida. Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
Navidad es además donación y regalo de Dios. En aquella noche santa, Dios, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don y regalo de la Navidad, que debe dar sentido a los regalos que nos hacemos estos días. Lo importante de un regalo no es que sea más o menos costoso o valioso; quien no logra donar un poco de sí mismo, regala siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y la donación de sí mismo con el dinero, con los regalos. Dios no actúa así: no da algo, sino que se da gratuitamente a sí mismo en su Hijo. También nuestros regalos y nuestras relaciones deberían estar guiados por la gratuidad del amor.
Finalmente, la Navidad nos muestra el realismo del amor divino. Dios no se limita a las palabras, sino que se sumerge en nuestra historia, asume sobre sí el peso de la vida humana y carga con nuestras dolencias y pecados. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no puede limitarse sentimientos o emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar y cambiar nuestra vida.
Dediquemos estos días un tiempo a pensar y meditar cuál es la “verdad de la Navidad” hasta que nos sintamos sobrecogidos por el asombro, el agradecimiento y el gozo. Es una pena que tantos cristianos no encuentren ni cinco minutos para leer el relato del nacimiento de Jesús, para acudir a la Misa de Navidad o para meditar lo que llevamos oyendo desde hace tantos años. Dejémonos regalar por Dios que se nos da en su Hijo. Acojamos, cantemos y anunciemos la bondad de Dios con nosotros y toda la humanidad. A partir de aquí nacerá la verdadera alegría, que podemos y debemos compartir con nuestros seres queridos y los amigos, sin olvidar nunca a los necesitados.
Feliz Nochebuena. Feliz y santa Navidad para todos.