Pablo Royo. Humanista.
Es incuestionable que Brasil y el fútbol van de la mano, pero quizá esa unión aparentemente inquebrantable no tarde en romperse a pesar de jurarse amor eterno.
El éxito del fútbol brasileño tiene variables que no pueden pasar desapercibidas: ocupa el 50 % del territorio sudamericano, con 201 millones de habitantes –5º país más poblado del mundo-, y unas condiciones socioeconómicas donde la aberrante desigualdad hace que el balón sea el único trampolín hacia el bienestar para muchas familias sin recursos económicos.
De ahí que Brasil sea la nación, junto a Argentina y Uruguay donde se juega más al balompié del mundo, superando el 75% de niños, a diferencia de que Argentina posee unos 42 millones de habitantes y Uruguay no llega a los 3 millones y medio. Así pues, no es casualidad que Brasil haya conseguido 5 mundiales y reine todavía el fútbol mundial, más bien causalidad valorando los índices de pobreza y falta de oportunidades que la juventud padece día tras día.
Habría que preguntarle a estrellas como Pelé, Rivaldo, Ronaldo, Romario, Bebeto, Roberto Carlos,… cómo fue su infancia para responder a los mitos del fútbol brasileños. Pues no es que los brasileños tengan un excelso gen que los haga superiores con el balón en los pies, sino que es el hambre de fútbol lo que hizo que esa dedicación unida a brotes de talento diese su fruto. Así pues, el fútbol es el deporte rey en Brasil que entretiene al vulgo y narcotiza la miseria en sus barriadas llenas de chavales pasando mañanas y tardes completas dándole a la bola.
Sin embargo, hoy Brasil es la sexta potencia económica mundial, puntera en biotecnología y agroindustria, rica en materias primas brutas o commodities como minerales y pesca, reservas de petróleo y gas natural, soja y carne bovina. En 2010, la OMS situó a Brasil como tercer exportador de productos agrícolas del mundo, tras EEUU y la UE, aunque el 74% de bienes exportados sean manufacturas.
Este crecimiento económico del país durante las dos últimas décadas ha impulsado el germen de una nueva clase media más formada y con mayor nivel adquisitivo que trajo un espíritu crítico y revolucionario inédito en el país. Por ello, tras la declaración de la FIFA de nombrar a Brasil escenario del Mundial de 2014, las protestas y rebeliones sociales en contra del evento internacional no tardaron en llegar, aun reconociéndose la gran mayoría de la población enamorada de este deporte como es bien conocido. ¿Cómo es posible que un país que ame tanto el fútbol diga NO al Mundial?
Según las encuestas realizadas el 60% del país desaprueba un Mundial cuyo coste total asciende aproximadamente a 10.000 millones de euros, con el levantamiento y la reconstrucción de 12 estadios que se elevan ya a 2.700 millones, superando en inversión a los mundiales de Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 juntos, siendo así el mayor desembolso en la historia de estos eventos deportivos.
Los ciudadanos brasileños protestan en multitud de ciudades teniendo como lema: “Não vai ter Copa” –No habrá Copa-. En Sao Paulo se concentraron 1,2 millones de personas para denunciar el incremento en 20 centavos -0,07 euros- el precio del transporte público. Además, todavía se suman los problemas de infraestructura, debido al caótico tráfico y a aeropuertos inacabados, y al gasto de 180.000 agentes de seguridad que supondrá un coste de 260 millones de euros, récord en un Mundial. El precio de los servicios se encareció en un 8,75% en 2013. Todo ello como efectos colaterales del dispendio desproporcionado del Mundial que deja desabastecido servicios tan básicos como la educación y la sanidad, claves en el bienestar de una nación próspera.
En su conjunto, el Mundial y la cita olímpica requerirán un gasto total de unos 19.000 millones de euros, lo que contrasta notablemente con el limitado impacto económico que prevé el informe de la agencia Moody’s, pues los 600.000 turistas que se esperaban se han reducido a la mitad. Sin embargo, la FIFA sí que se está lucrando y haciendo negocio, ya que sus ingresos se estiman en unos 1.000 millones de euros.
La politización del Mundial de 2014 de Brasil, antidemocrático e irresponsable, sobre todo con sus conciudadanos, de los cuales un 30 % sufre serias necesidades y más de dos millones de brasileños yacen tirados por las calles sin nada por lo que luchar, es un ejemplo más de la prepotencia de un cuerpo político que infecta a la sociedad con decisiones unilaterales que, en este caso, no hacen más que ensuciar el deporte y dejar desabastecida a su propia nación, ante un abuso del poder que se ha vendido al fútbol. Tal vez, las consecuencias económicas de semejante evento internacional divorcien definitivamente al fútbol de Brasil, pues el futbol anestesia, pero no cura la brecha de la desigualdad que reclama la ciudadanía brasileña que quiere meterle un gol a la pobreza, no dejar fuera de juego a las prioridades nacionales.