Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.
De haber sido esta semana las elecciones, el PSOE hubiera vuelto a ganarlas. O eso debe pensar Pedro Sánchez, según se desprende de su soflama de ayer exigiendo explicaciones a Rajoy, y anulando la oferta de apoyo de Tomás Gómez a Ignacio González. Es como si estos chicos necesitaran el chapapote, la carroña del 11-M o la peste para sobrevivir y llegar al poder. Son como un virus del sistema. El otro virus es el PP que, a su legendaria incompetencia para gestionar catástrofes y atentados, une su incapacidad manirrota de administrar mayorías absolutas que se le escapan en desgobiernos y, en este caso del Ébola, se ensañan con la víctima del contagio en su huida para no asumir responsabilidades. Es típico de la derecha criminalizar al currito para salvar el propio pellejo. El tercer virus procede de los separatismos norteños que, tras siete lustros de rapiña, van de víctimas olvidando que los verdugos estaban en sus propias filas. El cuarto virus son los unionistas del sur, que prefieren seguir mangoneando y mangando en Eres y a cuenta de los parados. Esos cuatro virus son el Ébola que invade nuestro sistema democrático. Es una broma pesada del destino que ambos virus, el biológico y el político, tienen la misma edad. El Ébola fue identificado en 1976, cuando España iniciaba su transición a la democracia, que ha mutado en la partitocracia actual. Ni quiero ni tengo más que decir sobre el virus, a fin de no echar más leña al fuego de la psicosis colectiva alentada por nuestros ‘virólogos’ políticos y fomentada por la dictadura mediática.
Otro tema de la semana, casi desapercibido en los medios, ha sido la apertura en Roma del Sínodo sobre la Familia. El documento preparatorio, lejos de ser un documento doctrinal, como venía siendo habitual, es un amplio cuestionario, resultado de la encuesta que el Vaticano cursó hace un año a todas las diócesis del orbe católico. El papa Francisco está alentando el debate pastoral entre las distintas tendencias teológicas. Incluso se ha permitido arengar a los sinodales para que se expresen con total libertad, sin miedo a que el cardenal Müller, prefecto de la ortodoxia, se les eche encima.
En la otra parte de la balanza frente a Müller está el cardenal Kasper, también alemán, y que propicia una pastoral familiar marcada por la brújula y no por el semáforo como ha sido hasta ahora. La polémica viene de lejos y ya enfrentó al propio Kasper con el entonces cardenal Ratzinger a propósito de los divorciados vueltos a casar en uniones civiles. Más allá de cuestiones disciplinares, está en juego el conflicto entre dos talantes pastorales, el de la doctrina férrea o el de la misericordia. El propio papa hizo unas declaraciones la semana pasada al periódico La Nación en que manifestaba su preocupación por los jóvenes que ya ni se casan civilmente y añadía que, en vez de condenarles, prefería acercarse a ellos y no se resignaba a no darles la buena noticia del evangelio. Más que la imagen de una iglesia-tribunal prefiere ver la imagen del hospital de campaña donde curar evangélicamente las muchas heridas que infiere la vida. Los tradicionalistas acusan al papa de usar demagógicamente el término misericordia.
El papa Francisco se ha metido en un buen berenjenal abriendo este debate. Cabe esperar que, como buen jesuita, sabrá echar mano de las reglas del discernimiento ignaciano. Le va a hacer falta. De momento, ha despertado las iras de los conservadores y ya son siete los cardenales que se le han rebelado. Los más tremendistas no tienen reparo en hablar abiertamente de cisma. Como en los tiempos de Lefebvre, cuando condenó el Vaticano II como un concilio herético, todo indica que esa historia va a repetirse. Entre algunos tradicionalistas se empieza a hablar ya de Francisco como un papa ilegítimo.