Rafa Cerdá. Abogado.
Durante estos pasados días, Madrid se ha visto desbordada por los colores del Arco Iris. Mareas de coloridas banderas fluyeron a través de las principales arterias de la Villa y Corte, reunidas en torno a desfiles, conciertos, manifestaciones y demás suerte de eventos colectivos.
El éxito de convocatoria y participación del World Pride 2017 es incontestable, con una enorme afluencia de público. Del 23 de junio al 2 de julio, los comercios y hoteles de la Villa y Corte han dado la bienvenida a una afluencia de público bien dispuesta a gastar en pernoctaciones y comidas.
Un pingüe negocio para los inversores, una formidable plataforma de ocio a nivel popular y sobre todo, una gigantesca promoción para los patrocinadores: las asociaciones de Gays, Lesbianas, Bisexuales y transexuales, y en menor medida, el Ayuntamiento de Madrid.
Pero apagados los focos de las celebraciones, no se debe perder de vista el verdadero trasfondo de la reivindicación de la comunidad homosexual. Las jornadas del Orgullo Gay no constituyen un macro festival de inicio del verano, son un recordatorio de la persecución a la que millones de personas se ven sometidas en una gran parte del planeta.
La afectividad entre personas del mismo sexo supone un estigma sangrante en una gran parte del planeta: en casi toda África (a excepción de Suráfrica) y Asia cuando no se reprime o se considera un ‘desorden’, la homosexualidad se mueve en el mejor de los casos, en una chirriante arbitrariedad.
En buena parte de América central y del sur, la franja que separa una endeble tolerancia de un debido respeto, es demasiado ancha en perjuicio de homosexuales y transexuales. Un total de setenta y dos países todavía criminalizan las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, y de entre ellos Irán, Arabia Saudí, Yemen y Sudán directamente aplican la pena de muerte.
Como poco, en demasiadas sociedades, el estigma social contra los homosexuales se traduce en todas las formas posibles de discriminación, con independencia del mayor o menor grado que sean ejercidas por una sociedad: dejar de lado a un colectivo supone un atentado contra su dignidad.
En esta España nuestra, por muy ‘gayfriendly’ que nos consideremos, todavía subsisten restos de clara homofobia; la palabra ‘maricón’ denota un claro componente de insulto, se producen muchos casos de acoso escolar hacia chavales ‘sospechosos’, y qué decir de la innegable retranca esgrimida en tantas ocasiones, cuando sobre una persona recae la condición de ‘rara’, y no justamente con un ánimo de alabanza. En este patrio vicio de tratar la vida de los demás de forma poco generosa, las excepciones se cuentan con los dedos de las manos. Y sobran.
De acuerdo que el sesgo de la política ha provocado una confrontación innecesaria entre ciertos sectores sociales, identificando a la práctica totalidad del movimiento L.G.T.B. (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales) con el espectro de la izquierda.
Pero tampoco se debe perder de vista como la socialdemocracia levantó el asta de la bandera del arco iris hace bien poco; ministros socialistas como Jerónimo Saavedra (primer político de relevancia nacional en revelar su condición de homosexual) no contaban precisamente piropos respecto al grado de apertura de ciertos y relevantes compañeros de los gobiernos de Felipe González.
Y qué decir de las antiguas dictaduras comunistas (incluyendo la anomalía cubana), donde el grado de libertad de las personas gays dependía del ancho de las cárceles.
El modo de amar a las personas nunca debe constituir una forma de discriminación. La dignidad de una persona se mide por sus actos, no tanto hacia el género de quien se enamora. La naturaleza de un afecto viene dada por su nobleza y generosidad, ¿qué más da si es hombre o mujer?
Más allá de las fiestas multitudinarias, de las carrozas, de la estética exagerada y de la explotación de clichés, existe una clara reivindicación de libertad: tal y como recogía el lema de la manifestación del sábado 1 de julio, con la participación de la práctica totalidad de partidos políticos: ‘Nos manifestamos por quienes no pueden’, en múltiples (demasiadas) zonas del mundo, amar ‘distinto’ se paga con la vida.