Rafa Cerdá. Abogado.
Permítame comenzar con una frase remilgada: “las pruebas de la vida empiezan con el matrimonio”. La autora de tan sabias palabras fue la reina Victoria de Gran Bretaña, soberana que dio nombre a toda una época del siglo XIX, de 1837 hasta 1901, cuando el poderío del ya extinto Imperio Británico abarcaba colonias, dominios y posesiones a lo largo y ancho del planeta.
La época victoriana ostentaba el récord como el reinado de mayor duración (63 años y siete meses) de toda la historia del Reino Unido, hasta que nuestra actual Isabel II, tataranieta de la legendaria Victoria I, ha ido batiendo todas las marcas que le han puesto por delante.
Su reinado supera los 65 años (la prensa de su país bautizó la ocasión como ‘Jubileo de Zafiro’), es la monarca de mayor edad en ostentar la Corona (92 años tiene la buena señora), y el pasado 20 de noviembre pulverizó un nuevo logro: cumplió su aniversario de boda número 70…
Tan redonda cifra se ha publicitado por algunos medios británicos como ‘Bodas de Titanio’, y alguna característica de tan sólido material debe reunir la reina Isabel para alcanzar setenta años de vida en común con su marido el príncipe Felipe de Edimburgo. Imagínense si cumplir siete décadas supone conseguir el umbral de toda una vida, celebrar setenta años de aniversario de boda implica conseguir todas las medallas de las Olimpiadas de la Vida conforme a la máxima de la reina Victoria.
Un año, y otro, y otro, y otro, desde noviembre de 1947 habrán proporcionado a Isabel II y su marido una perspectiva inusual; las condiciones normales que deben darse para el éxito y estabilidad de un matrimonio (cariño, generosidad, sentido del humor, sacrificio, respeto y enormes dosis de paciencia) adquieren un mayor nivel de exigencia si marido y mujer viven expuestos al escrutinio público todos los días del año. Con sus defectos y sus virtudes, nadie podrá negar que este matrimonio simboliza una continuidad que siempre he admirado.
Quizás la anomalía histórica que supone una Monarquía en pleno siglo XXI, tenga su garantía de continuidad en el símbolo de la Historia que encarna, siempre dentro de una necesidad de ejemplaridad cada vez mayor por parte de la ciudadanía. Si los integrantes de la realeza abandonan la responsabilidad y la adecuación a los intereses generales, corren el riesgo de ser vistos como parásitos, y como tales que vivan como el común de los sufridos contribuyentes, es decir, que se lo curren fuera de su privilegiada jaula de oro.
En estas semanas tan pletóricas de la cuestión catalana, tan llena de pronósticos políticos, cuajadas de proyectos de reformas, pactos y la madre que los parió, ¿qué quieren que les diga?, observar una pareja de nonagenarios en plena vitalidad celebrar siete décadas de vida en común, me trasmite una sentimiento de continuidad histórica de la que muchos políticos carecen.
Una Jefa de Estado coronada, y su real consorte enseñan que el poder simbólico de unión imprime mucha mayor fortaleza a un país que se nutre de la convivencia a lo largo de la Historia. Mientras tanto, en esta España nuestra, unos cuantos pretenden simular que cinco siglos de trayectoria como pueblo no ha supuesto más que un engaño; más que un ejercicio de ignorancia, es un acto de estupidez.
Ante comportamientos de esta calaña (por muy retuiteados que estén, que le vamos a hacer Twitter no escribe la historia pero retrata a sus protagonistas), mucha pero que mucha paciencia…de titanio.
Y también un poco de envidia, ¿por qué no decirlo? Me surge ahora sin duda por la proximidad de las Fiestas de Navidad, fiestas (o tormento) familiares por excelencia: Isabel II del Reino Unido y Felipe de Edimburgo me recuerdan a mis propios abuelos, fallecidos tiempo atrás, y nada me gustaría más que darles un abrazo, y que fueran ellos, en unos espléndidos noventa años, los protagonistas de siete décadas de vida en común.