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¿Reforma, ruptura o nada?

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Santiago Beltrán. Abogado.

En enero de 2013 escribí un artículo, publicado en este mismo medio, que titulé ‘imprescindible reforma constitucional’. Prácticamente dos años después, lo que entonces parecía apuntar maneras se ha convertido en un tema de rabiosa actualidad.

Algunos opinadores mediáticos afirman categóricamente que no es necesario tocar nada de la Carta Magna, porque el debate no está en la calle y por tanto el pueblo no lo exige; que se pueden postergar los debates sobre el asunto para otro momento histórico menos conflictivo y que, incluso, algunas dudas actuales podrían resolverse acudiendo a otros mecanismos legislativos menos traumáticos. Los que defienden está postura son los que podríamos denominar inmovilistas, que se sienten totalmente acomodados en una realidad que juzgan favorable a pesar del embate de los que solo piensan en romper las reglas de juego. El riesgo que les supone el cambio es demasiado grande para afrontarlo, prefiriendo tragar con las deficiencias del marco constitucional, porque no en vano,  les ha permitido llegar indemnes tras mas de treinta años de democracia. Lo que no aclaran quienes piensan de este modo es si sus preferencias vienen guiadas y condicionadas por el bienestar común, el de la sociedad en general, o por el suyo propio.

Otros por el contrario realizan planteamientos de reforma absoluta del texto constitucional, ya que nada o prácticamente nada les vale. Consideran que la norma está anquilosada, anticuada y superada por un mundo nuevo, con realidades no contempladas ni anticipadas en el 78. Las generaciones nacidas desde su entrada en vigor no se ven reflejadas en el espíritu de una norma con pasado autárquico, y por tanto impuesto, o como poco, pasteleado. Son los rupturistas, que aspiran a un nuevo orden con otras reglas, y que en el actual todo está en entredicho, desde la unidad del Estado, las formas de gobierno, el sistema parlamentario, el electoral, la participación ciudadana en los asuntos públicos, hasta la jefatura del Estado, la pertenencia a determinadas organizaciones supranacionales, políticas, económicas y militares, el régimen fiscal, e incluso la pervivencia del llamado Estado del bienestar. Tampoco estos aclaran los fines verdaderos que les lleva a postular  una política de tierra quemada, y como de los primeros, ignoramos si confunden el bien común con sus ansias de poder.

Por último, nos encontramos a aquellos que defienden tesis intermedias, a medio camino entre la parálisis y el rompimiento, entre el estancamiento y la revolución. Son los que quieren cambiar pero solo un poquito, donde la reforma solo afecte parcialmente a determinados aspectos que consideran inaplazables, pero manteniendo el resto aunque existan mejoras a realizar en un futuro, que ahora pueden postergarse. Son los que denominaremos eclécticos, y que sitúan al ciudadano en una posición de cambio relativo, donde se resuelven teóricos problemas no esenciales, dejando la modificación sustancial para que la afronten los gobernantes venideros.

Entiendo que todos somos capaces de situar a los diferentes partidos políticos actuales con aspiraciones de gobierno real, en cada una de las tendencias apuntadas, y que entre todas ellas existe margen para otras sensibilidades.

Lo que es irrefutable es que en la calle se respira una necesidad de cambio. Treinta y seis años son demasiados para creer que no hay que modificar lo malo de una regulación, porque ha sido mucho lo bueno que nos ha dado, o para justificar que si estamos tan mal ahora ha sido porque la norma era profundamente deficiente.

Los problemas en la vida siempre hay que procurar anticiparlos, y en la política mucho más, porque es la que gobierna al pueblo. Si la sociedad está angustiada y hastiada es porque quien ejerce la política no ha advertido que había que modificar las viejas fórmulas de resolución de conflictos, y han vivido tan cómodamente desde el poder (y me refiero a todos los ámbitos de poder) que se han olvidado de la gente.

La pregunta del título solo puede tener una respuesta: reformar, pero todo lo que sea necesario. Sin ambages ni complejos, sin excusas ni privilegios. El debate hay que abrirlo, para que la ciudadana opine, se pronuncie y participe activamente en la reforma, de forma adulta y responsable, de la forma que por desgracia no pudo realizar la primera vez. ¿No nos vanagloriamos de tener las generaciones mejor formadas de la historia y de contar, por desgracia, con una clase política que no nos merecemos?. Pues, blanco y en botella. Que se haga realidad aquella definición de democracia, como gobierno del pueblo, para el pueblo, pero sobretodo por el pueblo.