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sábado, 21 de diciembre de 2024 | Última actualización: 14:05

Madrid, sinsentido

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Santiago Beltrán. Abogado.

Debo reconocer con sinceridad que era uno de los muchos españoles incautos que estaba convencido -sin demasiado entusiasmo dicho sea de paso- que Madrid tenía serias razones para ser elegida sede de los JJOO de 2020. Era evidente, para creer en esta posibilidad, que no había reflexionado en absoluto sobre la cuestión y que, simplemente, me había dejado llevar por la publicidad oficial de la candidatura y su respaldo mediático; mas por las ganas de conseguirlo y las bondades del proyecto que por la realidad, siempre terca y obstinada.

Cuando se analiza que ha fallado, para que, tampoco ahora, tras tres intentos consecutivos, haya sido Madrid la escogida, se suele cometer, por un lado, la torpeza de quedarse en la superficie del problema, escarbando someramente en las propias debilidades o sobrevalorando los aspectos positivos del resto de competidoras; por otro lado, y este es aun más pernicioso, se achaca el fracaso a la corrupción, al soborno de los electores, o a los intereses económicos de grupos de poder o de compañías multinacionales que marcan el camino a seguir en la elección periódica de cada sede.

Sin embargo, al menos en el caso de Madrid, no se quiere ver que la falta de reconocimiento por parte del COI de la candidatura, es la consecuencia del fracaso de 2016 y sobre todo de la primera de la interminable serie, que esperemos haya concluido ahora. Madrid 2012 fracasó, paradójicamente, por el éxito de Barcelona-92, es decir, porque apenas 20 años antes se permitió desde todas las instancias oficiales que fuera la ciudad catalana la candidata, cerrando el paso a la capital del Estado en mucho tiempo. No olvidemos que aunque es una ciudad la que presenta el proyecto, el mismo pertenece a un país, lo que queda corroborado con la existencia de subsedes en otros ámbitos territoriales y porque su presupuesto lo pagamos entre todos los ciudadanos del Estado. Por tanto, cuando Barcelona consigue las olimpiadas, en realidad se valora al país en su conjunto y se concede con la relación al mismo. Y no debemos perder de vista que la ciudad condal consiguió su objetivo por tres razones fundamentales -con independencia a la solvencia del proyecto, que se da por supuesto-, que fueron, en menor medida, por ser la primera vez que se concederían a España, en segundo término, porque desde Munich-72 no había recaído en Europa (Moscú y el boicot de las principales potencias aliadas con EEUU minimizaron su relevancia y consideración), y en tercer lugar, y destacando por encima de cualquier otro, porque Barcelona era la utopía personal de Juan Antonio Samaranch, Presidente del COI y autoridad de una influencia y poder nunca suficientemente ponderado, con tratamiento similar al de Jefe de Estado de una primera potencia mundial.

Si observamos las candidaturas que alcanzaron su objetivo olímpico desde la finalización de la II Guerra Mundial -a excepción de Helsinki en 1952, que lo consiguió en uno de los momentos más críticos de la guerra fría, precisamente para que pudiera participar la URSS, que se negaba a hacerlo en cualquiera de las otras cinco ciudades candidatas, todas norteamericanas-, nos podemos dar cuenta de inmediato que todas ellas son ciudades pertenecientes a países con la máxima importancia económica, industrial y financiera del planeta. En realidad, Roma-1960, Tokyo-1964, Munich-1972, Moscú-1980, Los Ángeles-1984 y Atlanta-1996 y Londres-2012, son ciudades que pertenecen todas ellas sin exclusión a países pertenecientes al denominado G-8 o grupo de países industrializados del mundo con mayor peso político, económico y militar a escala global. Además, el resto de sedes elegidas desde entonces -salvo Atenas-2004, impuesta más que escogida por razones nunca bien explicadas ni comprensibles-, todas pertenecen a países del siguiente grupo de poder económico, industrial y financiero del mundo, denominado G-20 -al que España no pertenece y solo figura como oidor invitado, sin voz ni voto-, y de este modo nos encontramos con Melbourne-1956 y Sydney-2000, Méjico-1968, Seúl-1988, Pekín-2008 y Río de Janeiro-2016.

La realidad, como decíamos al principio, no permite más veleidades que las justas. El impacto económico que se genera con la celebración de unas olimpiadas es tan importante, que su concesión debe estar perfectamente controlada y dirigida. España es junto a Grecia, la única excepción permitida por el COI –o impuesta por su Presidente-, en los últimos 56 años -haciendo el recuento desde Tokyo-2020-, en que un país sin el poderío y la influencia universal necesaria, los ha podido organizar, y antes de que vuelva a concedérsele tardaran muchos años -decenios quizás-, más incluso, de los que podemos o quisiéramos aceptar. Antes, otros países, como Arabia Saudita, Argentina, India, Indonesia, Sudáfrica, Turquía -resto de los miembros del G-20- serán candidatos preferidos por el COI, sin contar a París que hace 100 años que no los organiza, Moscú de nuevo pero sin boicot, Nueva York, San Francisco, Shangai y otras que no citamos para no aburrir, que también estarán por delante de la capital madrileña.

Que Madrid no abandone ahora solo hará que añadir vergüenza y ridículo al fracaso, y si quiere tener alguna oportunidad es necesario que primero haga de verdad los deberes, junto al resto del país, y ofrezca al mundo una imagen de solvencia económica que ha desperdiciado con la prodigalidad socialista y la equivocada austeridad popular, que limpie las instituciones -Congreso, Senado, Monarquía, Judicatura, Autonomías y demás- de la corrupción que las invade, que erradique todo vestigio de dopaje entre sus deportistas, que ofrezca una garantía de unidad territorial de forma absoluta y definitiva, y sobre todo, una vez conseguido lo anterior, que introduzca en todos los organismos de poder mundial a personas con la influencia política y personal suficiente para decantar a su favor las decisiones fundamentales controvertidas o disputadas.

Mientras tanto deberemos aguardar largo tiempo para aspirar a algo y pagar, entre todos los españoles, la enorme factura generada por las megalomanías injustificables de nuestros políticos.