Santiago Beltrán. Abogado.
No se porqué razón, pero tengo la intuición de que el despacho de abogados que ha asumido la defensa de la infanta, ya había sido contratado antes de que se hiciera pública su imputación por el juez Castro, y que incluso se le había encargado la planificación de la estrategia jurídica de limpieza de imagen de la hija del monarca, en una operación sin precedentes, digna de una realeza que se precie.
El instructor del caso Urdangarín, juez con ínfulas de estrella, necesitaba un golpe mediático para pasar a la historia judicial europea y ser el primero en imputar a un miembro de una casa real del viejo continente. Pero el envite era demasiado atrevido para un magistrado del cuarto turno y arriesgado, salvo que enmascara un premio de presente o de futuro, a no muy largo plazo. Para acometerlo precisaba decidir, en primer término, si la llamada a estrados de la infanta debía ser como testigo o como imputada, ya que de su participación y conocimiento de los hechos que afectaban a las sociedades de las que era socia y miembro de su órgano de administración no había duda razonable (incluyo, por supuesto, la derivada de su sociedad matrimonial). El pueblo y los medios de comunicación no acababan de tragar con la situación tan venial que ocupaba Cristina y exigían una respuesta de la justicia, hasta ese instante excesivamente complaciente con ella y con su familia de origen. Llamarla como testigo no pararía el clamor popular y podría perjudicar su enrocada posición, al tener que excusarse legalmente de declarar contra su esposo o peor aún, arriesgarse a un falso testimonio, de consecuencias desconocidas. Esta posición procesal no favorecía a nadie y debía descartarse. Quedaba, por tanto, su imputación como cooperadora necesaria. Pero ello suponía contar con la adhesión incondicional a la causa del Fiscal anticorrupción Pedro Horrach, quien debía oponerse a la imputación, aunque fuera a riesgo del desprestigio absoluto de su persona y función, al convertirse de facto en defensor de la imputada, obligándose a recurrir la decisión de su amigo el juez Castro y dejando impronta novedosa del nuevo cometido de la acusación pública española, que a partir de ahora implica la defensa de los presuntos delincuentes.
Conseguido el objetivo inicial, el magistrado instructor, debía completar, en segundo lugar, el plan trazado por otros, y después de introducirla en la causa, evitar a toda costa que se materializara su declaración y hacerla padecer los rigores de la pena de banquillo. Si el recurso del fiscal, tan enriquecedor para el juez, tenía éxito, y la Audiencia Provincial le corregía su decisión, se habría cerrado triunfalmente el círculo.
La infanta pasaría de sospechosa colaboradora en los negocios fraudulentos del duque desposeído a inocente perjudicada. La opinión pública quedaría convencida de su irresponsabilidad, en línea con la de su padre. El Juez, reconocido profesionalmente y con posibilidades de ascenso a niveles de Tribunal Constitucional. El fiscal, con el futuro asegurado, en cualquier despacho de reconocido prestigio. Y el Rey plenamente satisfecho, porque se habrá cumplido con la máxima proclamada en su discurso navideño, de que todos somos iguales ante la ley; sobretodo algunos, que lo son más que el resto.
Por supuesto, la minuta del despacho estratega, al final, se pagará con nuestros impuestos.


































