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viernes, 22 de noviembre de 2024 | Última actualización: 22:28

De nacionalismos y banderas

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Pascual Montoliu. Ha sigut capellà, professor d'antropologia i teologia, i tècnic comercial.

Quienes somos hijos de la revolución del 68 creímos que esta fase de la historia había sido superada, que ya no habría masas detrás de las banderas. Hemos vuelto a despertar los viejos demonios familiares y, de pronto, hemos regresado al espíritu tribal de la vieja Iberia. Cantábamos en el 68: “Dicen que la patria es un fusil y una bandera. La patria son mis hermanos que están labrando la tierra”. Hemos vuelto a los fusiles y a las banderas, y la tierra, en cambio, está sin labrar.

Me pregunto qué es ser vasco, navarro, catalán o andaluz. Incluso qué es ser español,  francés, alemán o portugués. ¿No es todo una quimera? No deja de ser curioso que, justo cuando la metafísica ha sido arrinconada como sistema de análisis y comprensión de la realidad, las masas y la política vuelvan a ella con la cuestión nacionalista. Existen dos clases de nacionalismo, el metafísico y el semiótico. El primero es excluyente, colonizador, imperialista y totalitario. Está basado en el mito de la identidad nacional, un conjunto de fantasmagorías y entelequias, puros entes de rezón, en expresión escolástica, ajenos a la realidad movediza y cambiante. Parménides contra Heráclito. El segundo, en cambio, es un nacionalismo relativista, sin vocación totalitaria y que, lejos de ser un impedimento para la convivencia entre los pueblos, es la plataforma que hace posible su entendimiento. Está basado en la semiótica y no en la metafísica. La identidad nacional no se entiende como una entidad sagrada, sino como un conjunto de signos convencionales como son la lengua, las costumbres, las leyes y, con más motivo, las banderas. Esos signos están ahí, pero podrían ser perfectamente otros.

Me confieso nacionalista desde mi adolescencia. Los años y la vida me han obligado a matizar y corregir cuanto de aberrante tiene una ideología nacionalista a ultranza y fanatizada. Me abrió los ojos a este nacionalismo realista la lectura de la Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno. Afirma don Miguel que lo cosmopolita riñe con lo universal. Lo cosmopolita es la cultura del desarraigo. Cuanto más de su país y de su propio lugarejo es uno, más fácil le resulta conocer y amar las raíces y culturas de los otros. Sólo cuando uno ama profundamente lo propio está en condiciones de amar y respetar lo ajeno.

Es lamentable que en este país toda la tensión política esté focalizada en estos momentos en las cuestiones nacionalistas y estatutarias. Mientras nuestros políticos se dedican a cazar fantasmas y dilucidar cuestiones bizantinas, nuestros bueyes de arar andan sueltos y sin mano diestra que los guíe por los campos de ese territorio que hoy llamamos España. Mientras nos subimos como primates tribales a los mástiles para arriar e izar banderas irreconciliables, mientras discutimos sobre identidades y esencias metafísicas, nuestra agricultura está hecha un campo de zorros, se nos escapa la sanidad, la seguridad social, la inflación disparada y tergiversada, la vivienda inalcanzable o desahuciada y tantas cuestiones concretas que son las preocupaciones y sinsabores de los ciudadanos de carne y hueso, llámense como se llamen.

Nuestros políticos, de uno y otro signo, deberían sentarse y pactar una nueva agenda política, dando prioridad a lo que realmente importa a la ciudadanía. Todo parece indicar que del gallinero pacífico de las diecisiete autonomías volvemos de nuevo al enfrentamiento multisecular de las dos Españas de Machado. Por cierto, ¿cuánto tiempo hace que no hablamos de Europa? ¿Quién ha cambiado las fichas del juego? Demasiadas banderas. Es mal síntoma, pues éstas son signo de la desesperación, de la sinrazón y de la fuerza. No son signo de modernidad ni de normalidad democrática. Algo no anda bien cuando tenemos que recurrir a ellas. Que dejen de ondear de una vez y sea la naftalina  de desván su único perfume.