Santiago Beltrán. Abogado.
Tras la lectura del comunicado del denominado colectivo de presos ‘vascos’ de ETA, me quedo profundamente consternado. No sé porqué pero intuyo que la misiva forma parte de un plan preestablecido al que no es ajeno nadie, salvo las víctimas, y no sabría decir si todas. Pienso que es el siguiente paso en una negociación política soterrada, ideada de antiguo y ejecutada con parsimonia planificada, en la que ni los mismos Tribunales de Justicia serían ajenos. Los mismos asesinos se refieren a ellos cuando tratan de justificar su respuesta violenta a la ejercida por el Estado, al vulnerar sus derechos penitenciarios y reprimirlos con el único objetivo de impedir su excarcelación, situación que incomprensiblemente ha sido reconocida a través de la ignominiosa sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al anular la conocida como ‘doctrina Parot’ y condenar al Estado Español por mantener ilegalmente en prisión a la asesina Inés del Río.
Quizás la razón por la que mantengo esta pesimista sensación, sea más fruto de la coincidencia que de la realidad. Y lo digo, porque el panfleto etarra lo trago a palo seco, sin solución de continuidad, tras el visionado de la vanguardista y difícil película de Jaime Rosales ‘Tiro en la cabeza’, en la que el influyente cineasta barcelonés nos narra, entre ficción y recreación, los terribles asesinatos de dos jóvenes guardias civiles en una cafetería de la localidad francesa de Capbreton, ejecutados cruelmente por el etarra Ata y sus compinches, con varios balazos en el cráneo, el 1 de diciembre de 2007. Una vez ‘sufridos’ los acontecimientos que describe el film, mudo como los silencios de una sociedad castigada por la barbarie terrorista, se me hace completamente imposible comprender cómo semejantes animales pueden ni siquiera alzar la voz para reclamar justicia –aunque fuera compasión- o sostener un lápiz para escribir sobre las mentiras dramáticas de un conflicto que solo ellos han creado y sostenido a base de sangre y muerte.
Quizás no esté en lo cierto y me falte espíritu crítico y altura de miras para asimilar que un Estado legítimo –otra cosa sería si nos refiriéramos a una dictadura- pueda llegar a plantearse, como lo han hecho la totalidad de gobiernos democráticos españoles, una solución pacífica del terrorismo, a través de una negociación o mediante la concesión de cualquier clase de beneficio, sea penitenciario o no. Que una parte, posiblemente no mayoritaria, del País Vasco, quiera ser independiente de España, como lo pueda pretender Cataluña, o cualquier otro territorio hispano, no justifica que unos delincuentes organizados, tengan ninguna legitimidad para arrogarse la voluntad de un pueblo y mucho menos para ejercer toda clase de violencia contra aquellos que, como los guardias civiles de Capbreton, simplemente defiendan las leyes y el ordenamiento jurídico, o que circunstancialmente pasaran por allí, vestidos de paisano, y pudieran ser identificados por el asesino de turno, en un país extranjero. Cuando ocurre algo así y te das cuenta de lo absurdo que es el comportamiento de determinados seres vivos, tenidos por personas, no puedes hacer ejercicios de funambulismo político y permitir que estas ‘gentes’ te ‘coman la tostada’.
No quiero excederme en mis comentarios, porque me aflora el raciocinio y el pragmatismo laicista, y pierdo los principios humanistas que reclaman compasión y perdón por los que son capaces de causarnos tanto mal, pero creo que como hizo Jesús en el Templo de Jerusalén, no hay que ser complacientes ‘in aeternum’, que en algunas ocasiones hay que coger un látigo con varias cuerdas y liarse a golpes, en sentido figurado, con todos aquellos que quieren mercadear con el Estado, que somos todos, pero no con monedas y ganado, como en el pasaje evangélico, sin con las vidas humanas de nuestros compatriotas. No hagamos como ellos y utilicemos sus nucas como blancos de nuestra venganza, pero no nos suicidemos concediéndoles los privilegios que pretenden, por el obsceno deseo de pasar a la pérfida historia de firmar la paz a cambio de un plato de lentejas, porque quien lo haga estará vendiendo nuestra libertad, nuestra dignidad como pueblo e hipotecará para siempre nuestro futuro.