Santiago Beltrán. Abogado.
Se han preguntado alguna vez porque todo lo malo, o susceptible de serlo, es negro, o lo pintamos de ese color. Un día negro es horrible; un corazón negro es el que tienen los malvados; un negro porvenir es para el que no tiene futuro, como nuestra sociedad actual; una merienda de negros, una trampa para tontos; cine negro, el que está lleno de asesinatos; mercado negro, el que no paga sus impuestos; dinero negro, el que amasan nuestros políticos. Hay otros sustantivos con negro que no voy a citar, porque, o bien son ininteligibles, o simplemente son innombrables, y ahí lo dejo.
Esta semana sin ir más lejos ha aparecido con fuerza otro concepto novedoso al que por las dudas que ofrece inmediatamente se le ha pintado del mismo color. Se trata de un instrumento financiero, de esos que se denominan pomposamente de alta ingeniera, que al parecer hizo furor en su momento entre determinadas élites, pero que pasó inadvertido al resto de mortales, que lógicamente estábamos en la inopia y fuera de onda, totalmente ‘out’.
Me refiero, claro está, a las tarjetas ‘black’, que dicho en inglés pierde parte de la connotación negativa que tiene en nuestro idioma. En este caso, el color parece no solo proceder del hecho de esconder el dinero que a manos llenas se llevaban los muy eficientes consejeros de Caja Madrid, sino sobretodo porque hasta ahora nadie conocía de su existencia. También porque no se sabía muy bien qué destino tenían, ni cuál era su verdadera naturaleza, ni si tenían o no fecha de caducidad o límite cuantitativo. Sobretodo porque su uso no era objeto de tributación y ha venido escapando de los controles del Fisco, del Banco de España y de los ‘men in black’ –que curioso-, como si verdaderamente el dinero de estas tarjetas no procediera de ningún sitio ni pagara servicio de ninguna clase.
En realidad, si fuéramos precisos con el lenguaje, más que tarjetas negras deberíamos hablar de tarjetas fantasma, por tanto blancas, como los cuellos de las camisas de los beneficiarios de las mismas. En este sentido, hay unos delitos concretos que se denominan de este modo para designar la condición social de los responsables, que nunca se manchan ni ensucian su traje de faena mientras se dedican a distraer el dinero ajeno.
Es por ello que, teniendo en cuenta la condición de los aprovechados, a quienes representaban -partidos políticos, sindicatos y empresarios-, su preparación intelectual para ocupar estos cargos de tanto relieve social, generosamente retribuidos, sus posteriores ocupaciones profesionales, se me hace difícil hablar de tarjetas ‘black’ para denominar el instrumento con el que obtuvieron sus ganancias extraordinarias y extrasalariales. Posiblemente sería más apropiado hablar de tarjetas blancas o ‘white’ para seguir con la terminología anglosajona.
En definitiva, el blanco es la representación de la ausencia de color, como estas tarjetas lo son de la absoluta falta de vergüenza de sus titulares.
Sean negras o blancas, habrá que poner blanco sobre negro en toda esta historia, o mejor aun, sacar a relucir la paleta de colores de la justicia, a ver si por una vez nos dejamos de pintar monas y le sacamos los colores –y el dinero- a más de un chorizo, que por cierto no es negro ni blanco sino de color rojo.