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domingo, 24 de noviembre de 2024 | Última actualización: 20:36

Imprescindible reforma constitucional

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Santiago Beltrán. Abogado.

Se perciben tiempos de cambio. Bueno, en puridad, los tiempos han cambiado, solo que ahora treinta y cuatro años después de aprobarse la Constitución, la sociedad y la ciudadanía, sin decirlo de forma expresa,  tal vez con una actitud inconsciente pero más activa de lo que ha sido habitual durante el período democrático, está exigiendo de los políticos que espabilen, que se den cuenta que la realidad, de nuevo, les está superando. Que la reforma de la Carta Magna no es sólo una obligación, en cuanto a adaptación a los cambios acontecidos en el país, sino una necesidad urgente que deben servirnos de guía y camino para los años venideros. El texto normativo actual, apenas modificado por imperativos presupuestarios y exigencias del nuevo marco económico y fiscal europeo, estaba pensado, consensuado y forzado para un período de transición política y transformación social, económica y cultural, como nunca antes había ocurrido en nuestro país.

La Constitución suponía el paso de una dictadura de pensamiento único a una democracia completa y definitiva, donde el pluripartidismo y el pensamiento diverso se introducían sin apenas experiencia previa, o mejor dicho, con un bagaje corto pero desgraciadamente sangriento. La aceptación de este punto de partida precisaba para su perdurabilidad, primero, respeto al contrario (el que nunca antes se había conseguido); segundo, aceptación de lo que se creía inasumible; tercero, mucha visión de futuro.

Además, si todo lo anterior no era suficiente, se debía restablecer en la Jefatura del Estado una forma de gobierno que fuera aceptada por el pueblo (en el que se residenciaba, nada más y nada menos, que la soberanía nacional y la emanación de los poderes del Estado), apenas medio siglo después de la proclamación de la República, como antítesis a la Monarquía, o incluso más, como solución a una forma arcaica de concebir el poder. El encaje de este sistema decimonónico, que entonces se nos imponía como una mal menor, aunque viniera avalado y legado por la misma dictadura a la que, paradójicamente, se renunciaba, fue asumido sin más (casi sin pensar) en pos de la consecución de objetivos de mayor trascendencia (libertad, igualdad, pluralismo político y justicia), y por decirlo claro, para que persistiera la paz, tan estimada por todos los españoles. Hoy, la realidad (tan tozuda siempre) nos permite observar el modelo de gobierno que nos dimos con una visión nueva, profundamente distinta a la de entonces. Quizás hoy no se entienda (porque las urgencias son otras), que la herencia y no los méritos sea la fórmula que deba seguir representándonos en las más altas instancias del poder.

La división territorial y el reparto del poder y el autogobierno, entre el Estado y las Comunidades Autónomas, no sólo fue resuelto entonces de manera claramente errónea, sino que todos los conflictos actuales tiene su origen y causa en el deficiente planteamiento de la cuestión y en la excesiva generosidad (cuando no prodigalidad) a favor de las regiones y los nacionalismos, en perjuicio notabilísimo del Estado, y sobre todo del pueblo español, a quien la soberanía nacional se le dio, desde el principio, corrompida, fraccionada y desnaturalizada. El germen de la enfermedad que en estos momentos se ha manifestado con toda su crudeza y virulencia, fue inoculada en el 78, y presagia convertirse en la muerte del organismo, entendido como ente único e inseparable.

Como estas cuestiones, someramente apuntadas, existen en nuestra Constitución, otras innumerables, incorrectamente resueltas, como el sistema electoral, la responsabilidad de los poderes públicos y los políticos, el sistema cameral y la prescindibilidad del Senado, la separación de poderes, entre otros muchos, que precisan de una profunda revisión.

Y cuanto antes iniciemos este camino, antes podremos dar satisfacción a la resolución de los problemas que denuncian los ciudadanos, hoy más perdidos y confundidos que nunca, porque se sienten desvalidos y desamparados por una clase política que les ha engañado, que ha dejado de ser su referencia y ha pasado a ser parte fundamental del problema. Negarse a reconocerlo y cerrar los ojos a esta realidad es una imprudencia innecesaria que tendrá, seguramente, consecuencias indeseables y a corto término.