Casimiro López. Obispo de Segorbe-Castellón.
Celebramos este domingo, 17 de noviembre, la Jornada Mundial de los pobres. El papa Francisco, al final del Jubileo de la Misericordia, quiso ofrecer a la Iglesia esta Jornada, con el fin de que “en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados”. En este día queremos fijar la mirada en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Ellos son nuestros hermanos, creados y amados por el Padre celestial; muchos de ellos viven entre nosotros, están a nuestro lado; y con frecuencia no nos damos cuenta.
El Papa ha elegido como lema para el mensaje de este año las palabras: “La esperanza de los pobres nunca se frustrará” (Sal 9,19). “Ellas, nos dice, expresan una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los más pobres: devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida”. El salmo describe con duras palabras la actitud de los ricos que despojan a los pobres: “Están al acecho del pobre para robarle, arrastrándolo a sus redes” (Sal 10,9). ). Pasan los siglos y la situación se mantiene inalterada, por lo que estas palabras no se refieren sólo al pasado, sino también a nuestro presente, expuesto al juicio de Dios.
También hoy existen numerosas formas de pobreza. Todos los días vemos caras marcadas por el hambre, el dolor, la marginación, la violencia, la tortura, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la falta de trabajo, el tráfico de personas, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro concreto de mujeres, hombres y niños explotados por la lógica perversa del poder y el dinero, por la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
A pesar de todo, el salmo nos invita a la esperanza: nos enseña que el pobre “confía en el Señor”, porque tiene la certeza de que nunca será abandonado; en la Escritura, el pobre es el hombre de la confianza, porque “conoce a su Señor” y sabe que nunca lo abandonará. Sabe que Dios no puede abandonarlo. Su ayuda va más allá de la condición actual de sufrimiento para trazar un camino de liberación que transforma el corazón, porque lo sostiene en lo más profundo. Dios escucha, interviene, defiende, redime y salva. A Dios no le es indiferente el pobre ni calla ante su oración. Dios es aquel que hace justicia. El “día del Señor”, sustituirá la arrogancia de unos pocos por la solidaridad de muchos. La condición de marginación en la que se ven inmersas millones de personas no podrá durar mucho tiempo. Su grito aumenta y alcanza a toda la tierra.
Jesús se identificó con cada uno de los pobres: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Olvidarlo equivale a falsificar el Evangelio. El Dios que Jesús nos revela es el de un Padre generoso, misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza sobre todo a los que están desilusionados y privados de futuro. Jesús ha inaugurado el Reino de Dios poniendo en el centro a los pobres y nos ha confiado a sus discípulos la tarea de llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres. Debemos reavivar su esperanza y restaurar su confianza. Es un programa para toda la comunidad cristiana. De esto depende que sea creíble el anuncio del Evangelio. “La opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (EG, 195) es una opción prioritaria que los discípulos de Cristo estamos llamados a realizar para no traicionar la credibilidad de la Iglesia y para dar esperanza efectiva a tantas personas indefensas. En ellas, la caridad cristiana encuentra su verificación, porque quien se compadece de sus sufrimientos con el amor de Cristo recibe fuerza y confiere vigor al anuncio del Evangelio.
Los pobres obtienen una esperanza verdadera cuando reconocen en nuestra atención un acto de amor gratuito que no busca recompensa. Antes de nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho visible gracias a personas que expresan y ponen de manifiesto la fuerza del amor cristiano. Por supuesto, los pobres piden comida y otros tipos de ayuda; pero lo que realmente necesitan va más allá. Los pobres necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos necesitan sentir el amor de Dios.