Casimiro López Llorente. Obispo de la Diócesis Segorbe-Castellón.
Acabamos de comenzar un nuevo curso pastoral centrado en la Eucaristía, fuente, centro y cima de la vida y misión de la Iglesia, de nuestras parroquias y de cada cristiano. La celebración del 125º Aniversario de la sección de la Adoración Nocturna Española de Artana nos ofrece la oportunidad y nos pide hablar de la adoración eucarística.
>Después de un tiempo de malentendidos, en nuestra Iglesia diocesana se va recuperando la adoración eucarística personal y comunitaria. Durante la reforma litúrgica, a menudo la Misa y la adoración eucarística se vieron como opuestas entre sí; según algunos, el Pan eucarístico nos lo habrían dado no para ser contemplado, sino para ser comido; su reserva en el Sagrario era sólo para ser llevado a los enfermos, no para ser adorado. El Papa Benedicto XVI nos dijo que esta contraposición entre comunión eucarística y adoración no tiene sentido en la tradición de la Iglesia; porque, en palabras de san Agustín, “nadie come esta carne sin antes adorarla; pecaríamos si no la adoráramos”. Existe un lazo intrínseco entre la celebración de la Eucaristía, la comunión y la adoración en y fuera de la Misa (cf. SC 66). Y, el papa Francisco nos acaba de recordar “que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la misa… la eucaristía es custodiada en el tabernáculo para la comunión para los enfermos y para la adoración silenciosa del Señor en el Santísimo Sacramento; el culto eucarístico fuera de la misa, tanto de forma privada como comunitaria, nos ayuda de hecho a permanecer en Cristo” (Audiencia general, 4.04.2018).
En la celebración de la Eucaristía, el pan y el vino se convierten por las palabras de la consagración en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Él se nos da en comida en la comunión y Él se queda permanentemente presente en la sagrada Forma. En la comunión, Él mismo se nos da en comida para unirse a nosotros, para atraernos hacía sí, para transformarnos en Él. Este encuentro nuestro con el Señor, esta unión y unificación con Cristo sólo puede realizarse en adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos; es decir, reconocer que Dios es nuestro Señor, que Él nos señala el camino que debemos tomar, que sólo vivimos bien si acogemos y seguimos el camino indicado por él. Este aspecto de sumisión a Dios, de acogida y reconocimiento de Él, prevé una relación de unión, porque Aquel a quien reconocemos y acogemos como nuestro Señor, Camino, Verdad y Vida es Amor. En efecto, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico. Sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera de Dios.
En la sagrada Hostia, el Señor se queda permanentemente entre nosotros con su humanidad y divinidad. Jesús está en el sagrario no por sí mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Él nos espera, y pide y merece nuestra adoración. Jesús se queda en la Eucaristía no sólo para ser llevado a los enfermos, sino para estar con nosotros, para seguir derramando su Amor y su Vida. La Eucaristía contiene de un modo admirable al mismo Dios. La presencia permanente del Señor en el santísimo Sacramento es el verdadero tesoro de la Iglesia, su tesoro más valioso. En el sagrario, Dios está siempre accesible para nosotros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente, aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eucaristía. La adoración del Santísimo Sacramento es como el “ambiente” espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. Para expresar su pleno significado y valor, la celebración de la Eucaristía ha de ir precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración.
Busquemos estar con el Señor, presente realmente en la Eucaristía, en el sagrario. Ahí podemos hablar de todo con él. Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Permaneciendo ante el Señor-Eucaristía en adoración y contemplación, disfrutamos de su trato personal, nos dejamos empapar y modelar por su amor, le abrimos nuestro corazón, le rogamos por nuestra Iglesia, por su unidad, vida y misión, por los sacerdotes y las vocaciones al sacerdocio, o le pedimos por la paz, la justicia y la salvación del mundo. Ahí podemos repetirle constantemente: “Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña”.