Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
Al inicio del nuevo año invoco sobre todos la bendición de Dios. Que con su ayuda y su luz pronto veamos superada la pandemia y las crisis que la acompañan. De modo especial deseo la bendición de Dios para los enfermos y los ancianos, tan necesitados de nuestra estima, cariño y cuidado, siempre y más en estos tiempos de pandemia. Con dolor hemos visto que nuestros mayores han sido los más afectados por la pandemia y, en muchos casos, han sido abandonados. Esto no puede volver a suceder.
Nuestros ancianos son un tesoro para la familia, la Iglesia y la sociedad. Ellos se merecen nuestro aprecio y cuidado siempre y en especial en la debilidad, en la enfermedad y al final de sus días en esta tierra. Se lo merecen por lo que son, por su vida entregada al servicio de todos y por lo que nos siguen ofreciendo: su experiencia, su cuidado y cariño hacia los nietos, su implicación en la transmisión de la fe y su esfuerzo impagable en la construcción de la sociedad. Seamos agradecidos.
La propia familia es la primera interpelada. Los padres deberían educar a sus hijos, con el ejemplo, en el respeto, el aprecio, la atención y el cuidado de los abuelos. No podemos dejarlos solos. Y aceptemos su experiencia y su sabiduría tan necesarias para la vida. En una sociedad, en la que prima lo joven y lo útil, los mayores nos ayudan a valorar lo esencial y a renunciar a lo transitorio. Ellos nos enseñan que el amor y el servicio son el verdadero fundamento y apoyo para acoger, levantar y ofrecer esperanza a nuestros semejantes en medio de las dificultades de la vida. En palabras del papa Francisco: “en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta civilización lleva consigo el virus de la muerte”.
Nuestra Diócesis celebra el 4 de enero la fiesta de santa Genoveva Torres Morales, la primera santa de Segorbe-Castellón. Su experiencia personal de dolor la dispuso para acoger la obra a la que Dios la había destinado: ser consuelo de las ancianas y de las personas afligidas. Era ‘el angel de la soledad’, instrumento de la ternura de Dios hacia las personas solas y necesitadas de amor, de consuelo y de cuidados en su cuerpo y en su espíritu. Este es su legado para las ‘Angélicas’, para nuestra Iglesia diocesana y para nuestras parroquias.