En los últimos días, todos hemos sido testigos de los devastadores efectos de la DANA en Valencia. Se ha hablado mucho de las condiciones climáticas extremas, de la alerta tardía, y de lo que podría haberse hecho diferente. Sin embargo, al analizar de cerca los hechos, surge una conclusión inevitable: el problema no fue solo la DANA ni la alerta. El problema fue la falta de planificación.
El número de víctimas, que ya sobrepasa las 200, y las pérdidas materiales que han alcanzado dimensiones descomunales, no son únicamente consecuencia de una tormenta inesperada. Estas consecuencias fueron provocadas por la incapacidad de contener el aluvión desatado por el desbordamiento de los ríos. En otras palabras, el desastre no ocurrió porque lloviera demasiado, sino porque no estábamos preparados para lo que esas lluvias provocarían.
Es importante que como sociedad empecemos a reconocer que eventos como este no son accidentes inevitables. Sabemos que el cambio climático está aquí para quedarse y que fenómenos como la DANA, aunque intensos, se volverán cada vez más comunes. No podemos, por tanto, depender del azar o la buena suerte.
La planificación y la infraestructura adecuadas pueden marcar la diferencia entre una emergencia controlada y una tragedia de enormes proporciones. Nos enfrentamos a un escenario que exige actuar proactivamente. Existen soluciones prácticas y bien documentadas para evitar que las lluvias torrenciales se conviertan en catástrofes humanas y materiales.
Entre ellas, la construcción de diques de contención y estructuras de defensa en lugares estratégicos se presenta como una opción altamente viable. Estas infraestructuras no pueden evitar el desbordamiento del río, pero sí pueden limitar el alcance del aluvión, evitando que llegue a áreas habitadas y reduciendo el impacto en las comunidades cercanas.
Por otro lado, resulta lamentable que la falta de una planificación eficaz termine cobrando un costo tan alto, tanto en vidas como en bienes. No deberíamos permitir que el agua, que es un recurso esencial y fuente de vida, se convierta en un agente de destrucción. Lo que falta es una visión estratégica y un compromiso serio con la prevención. La inversión en infraestructuras que mitiguen estos riesgos es, sin duda, la mejor inversión que podemos hacer en nombre de la seguridad y el bienestar de nuestras comunidades.
La reflexión que debemos hacernos es clara: la naturaleza nos lanza desafíos, pero es nuestra responsabilidad responder de la mejor manera posible. Si no actuamos ahora, seguiremos lamentando tragedias similares en el futuro. Podemos y debemos hacer más para evitar que las inclemencias del tiempo se conviertan en desastres evitables.
Es hora de exigir a nuestras autoridades que pongan en marcha planes sólidos y efectivos que incluyan la creación de barreras de contención, mejoras en el drenaje de nuestras ciudades y una gestión más eficiente de los recursos hídricos. La DANA de Valencia no es la primera tormenta que sufrimos, y no será la última. Pero podemos hacer que sea una lección aprendida, una llamada a la acción que nos lleve a tomar decisiones valientes y necesarias.
La solución no es reaccionar cuando ya es demasiado tarde. La solución está en prevenir, planificar y actuar antes de que las tragedias sucedan. Y eso, como sociedad, está en nuestras manos. No dejemos que la naturaleza nos siga sorprendiendo con su fuerza; tomemos el control y hagamos lo necesario para convivir con ella de la manera más segura posible.