Jorge Fuentes. Embajador de España.
La naturaleza puede ser cruel con los humanos, quizá en reciprocidad al maltrato que aquella recibe de nosotros. En su día vimos cómo los terremotos, las inundaciones y los tsunamis han causado tantas muertes como las guerras.
En estos días, el coronavirus nos hace revisar las incontables pandemias conocidas en la Historia, que han superado en mortandad a las dos lacras mencionadas antes, las naturales y las bélicas.
Desde la peste de Justiniano que esquilmó a la mitad de la población del Imperio Bizantino en el siglo VI, se guardan registros de epidemias terribles como la Peste Negra que durante siete años en el siglo XIV barrió el 70% de la población de Europa.
La viruela, traída de la India en el siglo XIX por el ejército británico, causó 300 millones de víctimas mortales. El sarampión, rebrotaba cada tres años llegando a causar 200 millones de víctimas hasta que se encontró la vacuna a mediados del siglo XX. La mal llamada gripe española traída a Europa por soldados americanos que participaron en la primera guerra mundial mató entre 50 y 100 millones de personas.
En el siglo XVIII las pestes anidaban en determinadas ciudades como Milán, Sevilla, Londres, Viena, Marsella, o en determinados países como Rusia o Islandia diezmando sus poblaciones de forma cruel. En otras ocasiones cobraban nombres tan singulares como el "sudor inglés" o "la risa de Tanganica". O más recientemente adoptaban los nombres de los animales de que procedían: la peste aviar, la porcina, la epidemia de las vacas locas. O cobraban otros nombres más científicos como la difteria, el ébola, el Sida.
El Covid 19 hubiera podido llamarse peste china o peste de los murciélagos pero se le ha atribuido un nombre que no señale a ningún país ni a ningún animal. A día de hoy se ha cobrado 252.680 vidas a escala mundial siendo muy pocos y remotos los países a los que el virus no ha alcanzado. Aunque en términos comparativos la cifra de muertes es mucho más baja que algunas de las pandemias legendarias -lo que se explica entre otras razones por el progreso de la medicina-, las consecuencias económicas y sociales están siendo gigantescas debido a la globalización de la sociedad actual, que ha paralizado la actividad económica de un modo que conoce escasos precedentes.
La frecuencia y gravedad de las pandemias ha llevado a los países a crear en 1948 la Organización Mundial de la Salud (OMS), uno de los principales organismos de la ONU, como lo son la OIT, UNESCO, UNHCR, UNICEF etc. La OMS, con sus 7000 funcionarios implantados en 150 países tiene entre sus funciones alertar al mundo de las epidemias que puedan aparecer en cualquier rincón del planeta.
La OMS alertó en Septiembre pasado sobre la inminencia de este Covid. Pocos países tomaron en serio la alerta. Quienes si lo hicieron fueron capaces de mantener el virus a raya y conocieron pocas víctimas. Los que hicimos oídos sordos estamos pagando las consecuencias.
La revisión histórica de las pandemias debe hacernos comprender que, al menos en los países desarrollados, los sistemas sanitarios deben estar instaurados para curar no solo las enfermedades habituales de que se encargan los especialistas (cardiólogos, oncólogos, neumólogos, etc) sino que debemos estar alerta para enfrentar epidemias como el Covid que con mayor o menor virulencia pueden presentarse varias veces en un siglo.
Es evidente, a la luz de nuestros contagios y nuestras victimas que muchas cosas se han hecho mal en España, que ello está causando miles de víctimas -25.613 a día de hoy- y que conllevará una crisis económica de dimensiones colosales.
Llevamos cerca de dos meses confinados. El estado de alarma se ha convertido en muchos momentos en estado de emergencia si no de sitio. No solo nos hemos visto encerrados en nuestras casas, sino que por añadidura veíamos cercenada nuestra libertad de expresión, de manifestación, de protesta. Todo se limitó a caceroladas desde los balcones como alternativa a los más numerosos aplausos.
Ahora, 54 días después, cuando se nos concede la gracia de salir a respirar discriminadamente, cuando a los mayores se nos conceden algunos piropos empalagosos para intentar compensar no pocos desprecios al considerársenos como poco menos que apestados, ahora se nos habla de volver a una nueva normalidad.
Nuestro tenista Nadal acertó una vez más. No queremos una normalidad nueva. Queremos la antigua, la de verdad. Este adjetivo "neo" resulta altamente sospechoso. Todo lo que ha venido precedido por ese adjetivo en la Historia -el nuevo hombre, la nueva política económica, la nueva verdad- resulta sospechosamente vinculado a la filosofía comunista. Solo la "nouvelle vague" resulta aceptable.
Vayamos a por la normalidad, sin adjetivos. Y dejémonos de frases hechas como el "escudo social" o el "no dejar a nadie atrás", cuando ya vamos por más de 8 millones de sin empleo y más de 25.000 muertos prematuros a los 20 o a los 100 años.