Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
Mayo es el mes especialmente dedicado a la Virgen María en toda la Iglesia. Durante treinta días la mostramos nuestro cariño con flores y cantos, la rezamos, le agradecemos su presencia en nuestra vida personal, familiar y eclesial, invocamos su protección, nos sentimos amados por ella y damos gracias a Dios por tan buena Madre.
María es la Madre del Hijo de Dios según la carne. Gracias a su elección divina y a su fe confiada en Dios, concibió al Hijo de Dios en su seno virginal por obra del Espíritu Santo Así la celebramos este primer domingo de mayo en Castellón de la Plana; ella es la Mare de Déu del Lledó, la reina y patrona de Castellón.
Maria es también nuestra Madre, la madre de todos los creyentes y de la Iglesia. San Juan nos dice que junto a la Cruz de Jesús estaba su madre. Y desde la Cruz, Jesús, en la persona de Juan, nos la da y confía como madre espiritual: “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego, dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 26-27).
Desde el mismo inicio de la Iglesia, la Virgen María está siempre presente en la vida de los cristianos y de la comunidad cristiana. Su presencia es como la de una buena madre en la familia, que ama, consuela, protege y alienta; ella ayuda a formar y mantener unida la comunidad cristiana. Su presencia es muchas veces imperceptible, pero no deja de ser real y eficaz, sosteniendo a todos con su amor e intercesión.
Como nos ha dicho el Papa Francisco no es signo de madurez cristiana creer superada la devoción a la Virgen. Mayo es un mes para contemplar a la Virgen Maria en su maternidad, en su fe fiel y confiada en Dios, en su entrega generosa a su Hijo y en el camino de nuestra vida y misión como cristianos y como Iglesia del Señor. Como ocurrió en los primeros momentos de la Iglesia, cada uno de nosotros y la Iglesia entera, estamos en su corazón; ella cuida de nuestras personas y de nuestras vidas, de nuestros afanes y de nuestras tareas; ella ora con y por nosotros y nos alienta en nuestra misión evangelizadora como lo hizo con los Apóstoles. María camina siempre con nosotros y nos alienta en nuestros gozos y esperanzas, en nuestros sufrimientos y dificultades.
María es la humilde esclava del Señor, la Madre que nos da a Dios, la primera discípula de su Hijo, el modelo perfecto a imitar para seguir y anunciar a Cristo. A Ella nos encomendamos. La Virgen dirige nuestra mirada hacia Jesús y nos lleva al encuentro o reencuentro personal y comunitario con Cristo Jesús para que recuperemos la alegría del Evangelio; no deja de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5).