Con el regreso de Trump a la Casa Blanca, era bien sabido que las guerras en Ucrania y en Gaza estaban llegando a su fin, no solo por un afán pacifista del Presidente norteamericano sino también por su espíritu empresarial que le hace contemplar el escenario mundial como un campo financiero que debe ser administrado de la mejor forma económica posible.
Ya vimos el proyecto de Trump respecto a Gaza que consiste en convertir la Franja en un espacio turístico, verde y transparente en que no haya lugar para terroristas dispuestos a romper la paz en Israel y en la región en su conjunto. La idea de construir una Riviera no fue tomada en serio en ningún rincón del mundo pero sigue adelante como ha quedado probado en la reciente visita de Abdalá de Jordania a Washington, quien recibió la petición de recibir un millón de gazatíes en su territorio reservando el resto para ser encomendados a Egipto.
Tal como prometió en su campaña electoral, ahora le ha llegado el turno a Ucrania. Suena muy bien buscar la paz en Ucrania después de tres años de una guerra cruel que en realidad empezó en 2014 y que ha cobrado un número de víctimas que el propio Trump ha cifrado -contabilizando solo a militares- en 700.000 en el bando ucraniano y 800.000 en el ruso, cifras que Zelenski ha rebajado considerablemente.
La amistosa conversación telefónica entre Trump y Putin, seguida de una breve comunicación entre aquel y Zelenski ha inquietado sobre todo a Ucrania pero también a toda Europa que se teme un nuevo reparto tipo Yalta no solo del territorio ucraniano sino también del conjunto de Europa.
El primer encuentro para negociar la paz tendría lugar entre Trump y Putin en Arabia Saudita. El comienzo no es nada prometedor ya que el proceso pacificador difícilmente puede arrancar sin contar con todas las partes implicadas, es decir sumando a aquellos negociadores, los de Ucrania y la Unión Europea. Kiev, Bruselas, Munich -donde se celebra la 61 reunión de la conferencia mundial de seguridad, así como todas las capitales europeas muestran su inquietud ante la perspectiva de una paz mal enfocada.
Una paz que por añadidura viene acompañada de una serie de exigencias que ponen en peligro la amistad transatlántica, la pervivencia de la OTAN y las relaciones entre Europa y los Estados Unidos, lo que dejaría a nuestro continente enfrentado a Rusia como en los peores momentos del siglo XX.
Bien es cierto que los proyectos de Trump no trascederán probablemente más allá de los cuatro años de su mandato y que previsiblemente a partir de 2029 las aguas volverán a su cauce. Mientras ello ocurre, sería quizá la ocasión de revivir el proyecto de una defensa europea muy debatido a fines del siglo pasado y que tras el Brexit y el enfriamiento transatlántico tendría más razón de ser.
El panorama se pone particularmente crítico para Ucrania y para su líder. Si el país se ve forzado a ceder el 20% de su territorio, incluida Crimea, toda la costa del mar de Azov y la zona minera del Donbas, Ucrania quedará sumida en una crisis difícil de remontar, con un conflicto latente con el vecino ruso. Zelenski a su vez, deberá enfrentar un proceso electoral en el que posiblemente sufrirá la decepción de una población defraudada, empobrecida, plagada de ruinas y de víctimas y que cargará sobre su dirigente la responsabilidad final.
No va a ser fácil corregir los proyectos de Trump. La retirada de fondos y de armamento en favor de Ucrania será determinante para poner fin a la guerra. Contando solo con el apoyo europeo, Kiev apenas podría resistir escasas semanas de lucha. Y si por añadidura, Trump se empeña también en rechazar la futura integración del país en la OTAN, la victoria de Putin habría sido total, dejando abiertas las posibles agresiones a antiguos miembros de la URSS o a viejos clientes del área hoy integrados tanto en la Unión Europea como en la OTAN.