Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
Con la fiesta del Bautismo de Jesús, este domingo concluye el tiempo de la Navidad. Este día recuerda el bautismo de Jesús a orillas del Jordán por Juan, el Bautista. Los evangelios narran que, al salir Jesús del agua, “se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido" (Mc 1, 11). Son las palabras de Dios Padre que revelan que Jesús es su Hijo amado, enviado al mundo para destruir el pecado y la muerte y traer la vida eterna y la libertad verdadera. A los que creen en su nombre, les da el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12-13).
Por eso, en este día recordamos nuestro bautismo, por el que renacemos a una nueva vida, la vida misma de Dios.
Liberados del pecado, Dios nos hace sus hijos adoptivos en su Hijo unigénito. Jesús ha nacido, muerto y resucitado para hacernos partícipes de la misma vida de Dios, vida eterna y gozosa, inmortal y gloriosa. Hoy es un día para recordar y dar gracias a Dios por el propio bautismo, por el que se renace a la vida misma de Dios. Decir que Dios es amor no es una teoría; es un hecho personal y concreto en cada bautizado. El bautismo es la muestra concreta de ese amor. Los bautizados somos hijos amados de Dios para siempre.
Pero, para que el amor de Dios se haga realidad viva y vivida en cada bautizado, es necesario acogerlo y vivirlo personal y libremente. El primer paso es la fe, por la que la persona se adhiere a Dios y confía en siempre en Él.
Todo bautizado debe recorrer personal y libremente durante toda su vida un camino espiritual, en el que va creciendo y dando frutos de amor y de vida eterna la semilla recibida en el bautismo. El mismo Dios nos revela el camino: escuchar a su Hijo y dejarse encontrar y transformar personalmente por Él y el Evangelio para vivir realmente como hijos de Dios y discípulos misioneros de Jesús en el seno de la familia de los hijos de Dios, la Iglesia.
Todo bautizado tiene motivo para dar gracias a Dios por su bautismo y vivir la alegría de saberse siempre amado por Él.