Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
La Solemnidad de Todos los Santos suscita en los fieles cristianos un clima de alegría y de gratitud. En este día, la Iglesia nos invita a entonar un canto de acción de gracias a Dios por todos los santos, a venerarlos y a compartir su gozo celestial.
Los santos no son un pequeño grupo de elegidos, sino “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Esa multitud la forman no sólo los santos reconocidos de forma oficial; la mayoría de ellos son personas desconocidas que resplandecen como astros llenos de gloria en el firmamento de Dios.
Son los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los mártires de nuestro tiempo. A todos los une haber encarnado en su vida terrenal las bienaventuranzas, bajo la acción y el impulso del Espíritu Santo.
San Bernardo se pregunta en una homilía de qué sirve nuestra alabanza a los santos. “Nuestros santos –dice- no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. “Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos”. Este es el significado de este día: que su recuerdo y la contemplación de su ejemplo, susciten en nosotros el gran deseo de ser, como ellos, felices por vivir para siempre junto a Dios, participando de su amor, de su luz y de su gloria, formando parte de la gran familia de los amigos de Dios.
Todos estamos llamados por Dios a la santidad, a la perfección del amor, a la felicidad plena que todo ser humano desea y busca. Para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Para ser santo es necesario acoger en Jesús el amor de Dios y seguirlo por el camino de las bienaventuranzas y de los mandamientos, del servicio y de la entrega de sí por amor a Dios y al prójimo, sin desalentarse ante las dificultades. La santidad pide un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios. Los santos, antes que héroes esforzados, son fruto de la gracia de Dios a los hombres.
Al celebrar a los santos, recordamos también a nuestros difuntos y oramos por todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida. A la luz de Cristo y de su misterio pascual, podemos decir, esperar y confiar que ni siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza y la oración del creyente. No podemos dejar de confiar en Dios.
Oremos por los difuntos.